¿Habrá alguien más aburrido como vecino de mesa en una cena que un enólogo aficionado que haya decidido exponer al primero que se le ponga a tiro sus vastos conocimientos sobre vinos? Sí, lo hay, y ese alguien es un quijotista, Lo afirmo con tanta seguridad porque he sufrido en carne propia ambas situaciones. Un quijotista no es un lector que ha disfrutado leyendo el Quijote, sino alguien que ha quedado embarrado en la obra y cada vez que pisa el acelerador se hunde todavía más entre sus páginas. Y su empecinamiento le impide disfrutar con la lectura de ninguna otra novela, como les ocurre también a algunos lectores de “EL Señor de los Anillos” o de “Juego de Tronos” –yo conocí a un sujeto que me dio la vara con “Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes” durante casi tres horas, aunque aquel sufría una patología que fue diagnosticada al poco tiempo- La pena es que ninguno de estos plomos comparta con don Quijote la gracia, la bondad y la sabiduría. Los quijotistas no tienen nada de quijotes y por eso aburren tanto al personal, como me pasó a mí en una cena en que caí en manos de uno de ellos. Estaba yo distraída tratando de disimular mi aburrimiento cuando comenzó a exponer una teoría delirante sobre el origen del autor del Quijote, que, según él, no había nacido en Alcalá de Henares, sino muy cerca de su pueblo, en Alcázar de San Juan. A mí me traía al pairo dónde hubiera nacido Cervantes, así que asentía con una media sonrisa a sus argumentos, hasta que uno de ellos despertó mi mente adormecida inspirándola esta idea: ¿Y si esos dos Miguel de Cervantes, cuyo bautismo aparece documentado en Alcázar y Alcalá con diez años de diferencia, hubieran coincidido en algún momento de sus vidas? ¿Y si el mayor de ellos hubiera sido el escritor soldado nacido en Alcalá, y el menor el nacido en Alcázar de San Juan, jovencísimo héroe de Lepanto y lector incansable de novelas de caballerías? Ambos se habrían conocido durante su cautiverio en Argel, donde el Cervantes heroico hubiera muerto ajusticiado, tras perpetrar su tercer intento de fuga, contento, sin embargo, porque, en su delirio, habría dado en creerse caballero andante y, por tanto, imbatible. El otro Cervantes, superviviente nato, habría suplantado su personalidad cuando los frailes mercedarios llegaron dispuestos a rescatarlo. Una vez en España, Cervantes se hubiera dedicado a borrar las huellas de su pasado, mientras envolvía en un aura épica su comportamiento en el cautiverio. Pero solo habría conseguido un cargo de recaudador de impuestos que, por haberlo ejercido de manera fraudulenta, dio con sus huesos en la cárcel. Fracasado también en sus intentos de triunfar en el teatro y habiendo publicado únicamente la primera parte de La Galatea, una novela pastoril que pasó sin que nadie esperara la publicación de la segunda, comenzó a escribir la historia del hidalgo manchego que se creía caballero andante, inspirada en su homónimo de Argel a quien había suplantado. Así, además de deberle la libertad, le debería también la inspiración para su mejor obra. Aunque a la postre, los dos Cervantes murieran con la sensación de no haber sido reconocidos en sus merecimientos. Porque el premio equivalente al Cervantes en su tiempo no se lo hubieran dado entonces al autor del Quijote, y se habría tenido que contentar con el maravilloso título que le otorgó un estudiante poco antes de morir y por el que se conocerá siempre al Cervantes auténtico: el escritor amable, el regocijo de las musas. ¿Que no nació en Alcalá? Pues lo que usted diga…