“Muerte segura”, aunque hoy nos parece una frase siniestra, en nuestra infancia no era más que un juego: la m de la palma de la mano anunciaba la muerte y la s de la planta del pie, la imposibilidad de soslayarla. Llevábamos estas marcas desde el nacimiento, como un sello de fábrica. No lo debíamos olvidar, pero jugábamos a marcar con el bolígrafo Bic esas dos rutas tan horribles como indudables. Quizá porque lo teníamos asumido desde la edad más tierna, no nos asustaba tanto la idea de que íbamos a morir algún día. La muerte, además, no era un adiós definitivo, sino un hasta luego que dotaba de intermitencia a la vida posible. ¿Han pensado alguna vez que durante siglos y siglos el ser humano ha dado por seguro que existía un Dios creador y una futura vida eterna? Y en nuestra generación como en algunas anteriores, incluso en el caso de los agnósticos militantes, no se dejaba de creer hasta llegar a la edad adulta, y siempre quedaba el recuerdo de lo creído, como un primer amor que nos hubiera decepcionado pero al que guardáramos una mezcla de respeto y cariño. En cambio, la mayoría de los jóvenes actuales no han creído nunca en un más allá. Aquella primera creencia , además de vacunarnos contra las fantasías falaces de los brujos modernos, no nos liberaba únicamente de la angustia de la muerte, sino también del vértigo ante la magnitud del Universo. Entonces el Universo era como un inmenso garaje gris, que sin embargo estaba regido por una ley benéfica, con un sentido misterioso pero inteligente. Ahora, sin embargo, el misterio se va desvelando y la angustia crece amenazante , como una flor carnívora. Pienso esto mientras leo la descripción de Marte que hace la N.A.S.A: un planeta helado y oscuro, que no excluye la posibilidad de vida. Me imagino sus montañas de hielo impasibles y silenciosas, como me imagino a la tierra futura, desértica y ardiente, cuando los hombres hayamos terminado de destrozarla . Estos días se han encontrado los restos de un continente desaparecido hace más de 200 millones de años en las aguas que bañan las islas Mauricio., o mejor dicho, los restos del continente que hubo antes de que las tierras se separaran dando origen al océano Índico. ¿Cuántas especies desaparecerían tras aquella catástrofe? Cada especie que desaparece es un secreto que nunca se llegará a desvelar. Los antiguos quisieron ver una lógica en el desastre y hablaron de castigos divinos, como el diluvio Universal o el hundimiento de la Antártida ¡Qué hermosas, por cierto, las palabras de Platón en su Diálogo con Critias., en donde describe lo que a él le contaron de aquel continente mítico. Al leer a Platón una piensa que ha valido la pena que el ser humano haya existido, aunque sea tan contingente como el resto de las especies que pueblan la Tierra. Y qué paradoja, aunque ya nadie nos recuerde ni a Platón ni a sus lectores cuando la Tierra se deshaga en el espacio, qué nostalgia sentimos ahora por este sucio planeta herido, tan nuestro, tan amado por generaciones y generaciones por los siglos de los siglos. ¡Qué melancolía ¡Y qué raro es que haya seres humanos ajenos al sentimiento de pertenencia a este grano de arena perdido en el espacio infinito ¡ Quizá es que esos seres nunca han visto en los ojos que los miran el fulgor de una estrella ¡
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