“No más excusas, acojamos a los refugiados”. Ése fue el eslogan repetido en la gigantesca manifestación que recorrió las calles de Barcelona hace tres días. Barcelona dejó de ser únicamente la capital de Cataluña y una de las grandes capitales españolas para convertirse en una ciudad universalmente solidaria. Me impresionó ver a las multitudes en la calle con ese grito unánime y justo. Y desde entonces echo en falta un gesto similar en todas las ciudades españolas. Y echo en falta sobre todo el esfuerzo de los políticos españoles que se dicen de izquierdas, -me refiero principalmente a los de PODEMOS y a los de Izquierda Unida- en la denuncia del vergonzoso comportamiento del gobierno español para con los refugiados que piden asilo. No, no se trata únicamente de que acudan a este tipo de eventos, sino de que hagan algo más, que los convoquen y los organicen, que cumplan con el deber de ser “ciudadanos ejemplares”, comprometidos con el dolor del mundo. Porque ya se ha acabado el tiempo de la espera. El ciudadano medio –dicen- es un ser egoísta y mediocre, cobarde por naturaleza y solo preocupado por escuchar la voz de su bolsillo. Así pues, los políticos tienen que asumir su lenguaje con el único fin de ser votados y ganar las elecciones. ¿Y si fuera esto verdad?, ¿o quizás es mentira? Mientras transcurría la manifestación de Barcelona, en la otra punta de España un grupo de refugiados se preparaba para el salto de la valla de Ceuta. Algunos lo consiguieron a pesar de las concertinas y, aunque su actuación contraviene las leyes españolas, muchos, muchísimos españoles nos alegramos de que hubieran conseguido su objetivo y les deseamos un buen fututo en Europa. ¿Cómo explicaríamos este suceso a los niños en una clase de Educación Cívica? Yo les diría que hay situaciones históricas en las que cumplir la ley significa cometer una grave injusticia. Y para que lo entendieran mejor les aconsejaría la lectura de “Un saco de canicas”, la autobiografía de Joseph Joffo, donde cuenta cómo atravesó la Francia ocupada por los nazis a los 10 años en busca de la libertad, burlando los controles y las leyes que le hubieran enviado a un campo de concentración por su origen judío. Hoy miles de niños deambulan en busca de cobijo y solo encuentran una muralla de crueldad. A los que no son tan niños les recomendaría la lectura de “Historia de una vida” de Aharon Appelfeld. Demasiado cruda para las mentes infantiles, el lector adulto puede soportar la historia de este niño judío rumano huido del campo de exterminio gracias a la maravilla de su escritura. Ambos, los dramas de Joffo y de Appenfeld, fueron posibles porque una mayoría silenciosa miraba para otro lado y por unos políticos que no querían hacerse impopulares. A esa mayoría que no sabe ni contesta es a la que gritaban los manifestantes de Barcelona: no más excusas. Decía Appenfeld en una entrevista: “Durante la guerra no hablaban las palabras, sino los rostros y las manos. Observando los rostros aprendías hasta que punto la persona que se encuentra a tu lado quiere ayudarte o hacerte daño. Solo después de la guerra reaparecieron las palabras”. Así que, mientras nos queden palabras, mientras el silencio de los pobres muertos no sea la única cadencia posible, habrá que seguir escribiendo cada semana la misma columna.