“Nunca se dice adiós cuando se ama”, un memorable soneto de Francisco Pino comienza con este endecasílabo. Y lo he recordado al enterarme de que este año se cumple el setenta y cinco aniversario del estreno de Casablanca, aquella película en la que todos lloramos, reímos, cantamos y salimos del cine dispuestos a enamorarnos cuanto antes. ¿Quién no recuerda la escena en que Sam toca al piano “El tiempo pasará”, para atenuar el violentísimo choque de miradas de Ilsa Y Rick en el momento de su reencuentro? Hasta los muertos se desperezaron al verlos con la sensación de que allí y aquí estaba pasando algo. ¿Y quién ha olvidado la escena en que, mientras los militares nazis cantan uno de sus himnos, Laszlo comienza a entonar La Marsellesa en el café Rick y su dueño hace una seña a la orquesta para que le acompañe con su música? En ese momento solo fueron los vivos los que saltaron de la butaca para cantar con ellos “Allons enfans de la patrie…” Pero hay una escena silenciosa y terrible a la que nadie se refiere cuando habla de Casablanca, una escena sin la que el argumento no tendría sentido, pero que los espectadores preferiríamos no haber visto, aunque haya quedado grabada en la memoria de todos con la fuerza inevitable de un remordimiento: me refiero a la escena en la que Rick espera en vano a Ilsa en la estación de París. Ese tren que se va -¡Ay!, sin ella- todavía nos duele. “¡Oh Amor, Amor!, sana dejas la ropa, lastimas el corazón. Dulce nombre te dieron; amargos hechos haces. La leña que gasta tu llama son almas y vidas de humanas criaturas…”, así reprochaba al amor el padre de Melibea, la dulce protagonista de la Celestina, su poder devastador de seducción, su impulso implacable y destructivo. Al contrario que Calisto y Melibea, ni Rick ni Ilisa mueren, los dos están vivos muchos años después y vuelven a quemarse con la misma llama, que no cauteriza, sin embargo, su mutua herida invisible y sangrante. ¿Hubiera sido menos dolorosa la herida de ambos si ella le hubiera escrito a Rick una nota con una explicación o una disculpa en el momento de abandonarle? Yo creo que no. El silencio y la ausencia dejan al menos algo intacto sobre la mesa de la espera, un quizá, una sinrazón enigmática, imposible de ser ahogada del todo por el despecho. “Nunca se dice adiós cuando se ama”, esto no lo sospechan los groseros amantes que abandonan a sus parejas por medio de un whatsApp inesperado. ¡Qué horror!, eso si que tiene que enloquecer a cualquier enamorado o enamorada que lo sea de verdad. ¡Qué villanía! ¿Cuál no hubieran sido las locuras de Orlando furioso si su amada le hubiera dejado de forma tan vulgar y rotunda? Pues esto ocurre muy habitualmente, la ruptura de menos de 50 caracteres, imaginen, imaginen… Un acto semejante sí que impide cualquier reencuentro posterior, porque hace que el abandonado penetre en el recinto en cuya entrada cuelga el cartel que dice: “Aquellos que aquí entréis/ dejad toda esperanza”, las mismas palabras que figuraban como frontispicio a la entrada del Infierno de Dante. Un infierno de WhatsApp mezquinos no puede albergar ni siquiera la sensación engañosa de que, mientras el corazón palpite, cualquier cosa es posible. Ellos, los condenados del teléfono móvil, no podrán decir años después, con una mezcla de orgullo y melancolía: siempre nos quedará París.