En “Recuerdos de una estrella”, la película de Woody Allen, el protagonista entra en un tren y, al mirar a su alrededor, se descubre en un vagón siniestro, rodeado de gente fea y triste que le observa con mirada amenazante. El vagón contiguo, en cambio, está lleno de gente atractiva y alegre, que ríe y canta, envuelta en un aura de esplendor. Cuando vuelve a su sitio, Woody Allen se pregunta apesadumbrado por qué le habrá correspondido a él precisamente ese vagón. Algo semejante nos ha sucedido a algunos estos días al situarnos ante el movimiento de independencia de los catalanes. Me refiero a ese grupo de españoles que, por más que se empeñen los que se quieren separar de nosotros, no nos sentiremos nunca extranjeros en Cataluña, la tierra de Espriu y de Casals. Pero, al igual que Woody Allen, nos recorre una sensación desagradable cuando vemos a nuestros compañeros de viaje. Delante va Maza, el Fiscal General del Estado, siniestro entre los siniestros, valedor de Moix, el hada madrina de los corruptos más corruptos de la Comunidad de Madrid. A izquierda y derecha, los ministros Montoro y Catalá, ambos reprobados por el Parlamento, y al fondo Rajoy, que en estos momentos entra en el tren jadeante, arrastrando la maleta de Trump, mientras éste le aconseja a gritos construir un muro que divida en dos a Barcelona. En el vagón contiguo, una multitud entusiasta levanta las copas de cava, envuelta en el perfume del incienso y las bendiciones de los sacerdotes que anuncian el advenimiento del Reino de los Cielos, aunque ellos lo que dicen celebrar es el final del franquismo y el comienzo de la Primera República Catalana. Confundidos ante tanto entusiasmo, no sabemos si tirarnos del tren en marcha o resignarnos a nuestro destino incomprensible. ¿Cómo oponerse a la beatitud de estos insensatos?, ¿y a la irresponsabilidad de sus dirigentes? Llenos de melancolía nos preguntamos si no sería mejor que se independizasen de una vez por todas y nos dejaran en paz para siempre. Al fin y al cabo, nadie nos podría arrebatar el recuerdo del tiempo en que paseábamos por las Ramblas y nos sentíamos en nuestra propia casa. Para rematar mi estado de perplejidad absoluta, leo estupefacta el twitt que ha publicado un joven catalanista dirigiéndose al grupo que acudió a apoyarle a la salida de una comisaría donde fue detenido: “Aquí se ve de qué parte están las personas de buen corazón”. ¿Será posible? Ante el absurdo de la situación, me acuerdo de una escena de otra película de Woody Allen, “Annie Hall”: Un tipo le cuenta a su psiquiatra que su hermano está loco, se cree una gallina. Pues métalo en un manicomio, le aconseja el psiquiatra. Pero si lo hiciera, contesta compungido, no podría vivir sin sus huevos. Y eso es lo que nos sucede a los que pertenecemos a esta España imposible, que se debate entre los vagones del tren de la Historia, que no podríamos vivir sin esos locos que anuncian la república que nunca llegará a existir porque pertenece al reino de la utopía. A esa España tan viva como imposible, en la que no encajan ni Rajoy ni Puigdemont, ni Albiol ni Rufián, le dedicó Francisco Pino una canción antes de morir, tras haber soñado que se le aparecía en forma de niña y le decía adiós con la mano: “Españita, ñita,/ flor de los querubes/ paloma en las nubes,/ niña o todavía, (en el palomar/ tu eñe y tu uve,/tu erre y tu jota)/ de mañana acudes/ niña, a mi balcón,/ me dices adiós, /con los halos tristes,/ con la mano triste:/ ¡adiós!/ ¡oh adiós!” ¿Quién no amaría a esta niña Españita, desarmada, vapuleada y aturdida? Pues aquí está, aunque sean pocos los que la vean, porque para verla hay que cerrar los ojos y, al igual que el poeta, haber tenido un sueño.