El lunes se celebró el Día Universal del Niño, en recuerdo de aquel 20 de noviembre de 1959 en que la ONU aprobó la Declaración de los Derechos de la Infancia. Este año, como los anteriores, distintas instituciones lo han celebrado invitando a los niños a que ocupen parlamentos y tribunales, con el fin de que expresen sus ideas sobre la manera de gobernar la cosa pública. Como juego no dudo de que tenga su gracia, pero yo en estos actos veo una cierta impostura, pues los niños que ven vulnerados sus derechos cada día no tienen ni voz ni voto en estos espectáculos pedagógico-pueriles. ¡Qué no dirían ellos si les dejaran un micrófono y se sintieran escuchados! Me refiero a los niños maltratados de toda clase y condición, diseminados a lo largo y a lo ancho del mundo. Sus rostros infantiles encierran una tristeza propia de la vejez, nos hablan de miseria y esclavitud y, sobre todo, de un poso de experiencias atroces que, aún siendo tan niños, nunca podrán olvidar. Ya saben a qué me refiero: a los niños esclavos que trabajan en un régimen de explotación permanente, y a lo que es peor todavía, los niños soldados que son obligados a jugar a la muerte a diario, con armas de verdad, con heridas y sangre verdadera. ¿Y qué me dicen de las niñas perdidas, huérfanas tras los bombardeos, o de las que son vendidas por sus propios padres, embrutecidos por la ignorancia y la miseria?, ¿quiénes serán los lobos que se aprovechen de su indefensión? Cada día un niño o una niña se pierde en el bosque y es devorado por esa bestia que husmea la miseria y el abandono. Esto es lo que significaba el Lobo de Caperucita, el peligro que acecha a las niñas que buscan un destino. Y en la vida doméstica, ¡cuántas sufren como Cenicienta la crueldad de quienes deberían quererlas y protegerlas! El maltrato familiar infantil, generalmente debido a los mismos que maltratan a sus parejas, llegando en algunos casos a matar a sus propios hijos, no es, desgraciadamente, un hecho inconcebible. Por no hablar del abuso sexual perpetrado en los colegios, orfanatos y reformatorios, que hoy se denuncia, cuando los hechos ya han prescrito. En general, detrás de cada niño maltratado hay un niño solo, abandonado a su suerte, o una mujer que vive en condiciones miserables y teme denunciar al maltratador. Durante siglos las mujeres han renunciado a su propia libertad para proteger a sus hijos, a los que no querían dejar a la intemperie. Y el maltrato infantil acaba siendo siempre una forma indirecta de machismo. ¿Acaso no es machista quien pone un kalashnikov en las manos de un niño?, ¿no es machista quien paga por gozar de una adolescente?, ¿no es machista quien amenaza a una madre con quitarle a sus hijos si le denuncia?, ¿no es machista quien impide a las niñas asistir a la escuela o las obliga a casarse antes incluso de que sean mujeres? Defender a los niños es atacar la raíz del machismo ancestral y cavernario, ese que hizo del mundo un valle de lágrimas allá en la noche de los tiempos. Y la defensa de los niños y las niñas es la mejor forma de regresar a la inocencia. Algo así quería significar Novalis cuando dijo que “los niños hacen posible el regreso a la Edad de Oro”, quien sabe si no es mera coincidencia que la manifestación que el sábado a las ocho se celebrará en protesta por el maltrato infantil comience precisamente en Fuente Dorada, simbolizando así el deseo de retorno a un mundo en el que el hombre no sea ya un lobo para el niño.