¿Por qué me llamará tanto la atención la noticia de que el Vaticano y el gobierno de China vayan a tener, de ahora en adelante, relaciones fluidas? Me pongo a pensar y se me vienen a la cabeza recuerdos de misioneros perseguidos en la tierra de los mandarines. El más impresionante fue el de la visita al colegio de Alfeo Emaldi, el conferenciante sin lengua: era un misionero italiano que en 1952 se había cortado él mismo la lengua para no delatar a sus fieles en China, tal como le pedían las autoridades maoístas. Les ahorro los detalles, pues el relato del Padre Emaldi ante las niñas resultó tan morboso como su propia presencia deslenguada. No fue ese, sin embargo, el único ejemplo de persecución de chinos contra curas del que tuve noticia directa. En Palencia, en la Iglesia de San Francisco, me confesaba yo en mi adolescencia nada menos que con el arzobispo de Anqíng. Pero no se crean que mi confesor de llamaba Chu Lin ni nada parecido, ¡que va!, su nombre era Federico Melendro y había nacido en Villasila de Valdavia, en la provincia de Palencia. La revolución china le expulsó de Anqing en la misma época y por las mismas razones que a Alfeo Emaldi. Mi intuición me decía que un arzobispo de tierras tan lejanas, que habría conocido la ferocidad de los malvados, no daría demasiada importancia a mis pecados, y acerté porque las penitencias que me impuso fueron siempre exiguas. Quizá esa fue la causa de que, en mi juventud revolucionaria, nunca fuera prochina, y tampoco me atrajeran nada los pensamientos del Libro rojo de Mao, aquel bestseller que algunos amigos de entonces leían con la misma reverencia religiosa que el catecismo Astete. Pero no creo que mi caso interese demasiado a los lectores. Así que vuelvo a la noticia que originó estos comentarios. El Papa Francisco ha llegado a un acuerdo con las autoridades del partido comunista chino para ir restableciendo unas relaciones que se habían cortado en los primeros años de la Revolución. Para sellar estas nuevas relaciones, la Iglesia acepta que sea el gobierno chino el que nombre a los obispos, como lo venía haciendo desde hace decenas de años, pero sin que esos obispos maoístas sean automáticamente excomulgados por desobedecer las órdenes del Pontífice. De esta manera se abandona a su suerte a los católicos que han seguido practicando la religión que consideran verdadera en forma clandestina, y a los sacerdotes y obispos que han sufrido y sufren persecuciones por ser leales a la Iglesia de Roma. ¿Política? Sí, y de la que recomendaba Maquiavelo. ¿Se explican ahora que la Iglesia haya sobrevivido a tantos vaivenes históricos? Y el caso es que muchos echamos de menos que el Papa se meta de verdad en política, pero con un concepto de la misma más próximo a las expectativas que sus gestos propiciaban al comienzo de su pontificado. Por ejemplo, enfrentándose a las leyes racistas de la propia Italia y apoyando a los refugiados, igual que lo hacen las iglesias protestantes en Alemania. Tampoco hubiera estado mal que, en su visita a Birmania, hubiera intercedido ante las autoridades por el destino de los rohingyas, que según las Naciones Unidas son víctimas de una limpieza étnica sin precedentes en aquellas tierras. En definitiva, no sabemos si de ahora en adelante en la representación de la Última Cena Jesús y sus apóstoles comerán con palillos, pero no estaría mal que en el Vaticano no olvidaran que la calidad y a solidalidad son las glandes viltudes del clistiano.