En un lenguaje políticamente correcto no diríamos “la negra”, sino una mujer de color. Y sin embargo, Juan Ramón Jiménez tituló así uno de sus poemas mejores: “La negra y la rosa”. Eligió este título porque la rosa blanca la lleva en la mano una mujer negra. Y la rosa en sus manos es la poesía, que el poeta rastrea en todos los rincones y que descubre allí precisamente, en el metro de Nueva York, en manos de una negra mal vestida que da una cabezada con su flor en la mano. Contemplarla le impulsa a escribir: “¡Cómo la lleva! Parece que va soñando con llevarla bien. Inconciente, la cuida con la seguridad de una sonámbula, y es su delicadeza como si esta mañana la hubiera dado ella a luz, como si ella se sintiera, en sueños, madre del alma de una rosa blanca”. El perfume de esta rosa posee el poder de trasladar al subterráneo entero, con su aire viciado y sus pasajeros distraídos, a una realidad limpia, nueva, transparente, casi casi invisible: “hasta que el hierro, el carbón, los periódicos, todo, huele un punto a rosa blanca, a primavera mejor, a eternidad”. ¡Ah, el certero contraste que el poeta descubre entre la piel negra de la mujer dormida y la blancura de la rosa! Es el mismo contraste que hace brillar a las estrellas en las noches resplandecientes de Castilla. ¿Qué es más profundo, la negrura infinita de la noche o la diseminada blancura temblorosa? Quizá no sean muchos los que se percaten de que la poesía no se apoya en la blancura de la rosa sino en la piel negra que la sostiene y dignifica, por eso subraya Juan Ramón: “A veces, se le rinde sobre el pecho, o sobre un hombro, la pobre cabeza de humo rizado, que irisa el sol cual si fuese de oro, pero la mano en que tiene la rosa mantiene su honor, abanderada de la primavera”. Sí, el poeta del “nombre exacto de las cosas” sabía que al decir “la negra” no despreciaba el color de la piel de su vecina de asiento, sino muy al contrario, estaba nombrando su libertad nunca esclavizada, esa dignidad que siglos de cadenas no habían logrado humillar.
Y yo siempre tomaba este poema de Juan Ramón Jiménez como ejemplo para argumentar que era políticamente correcto llamar negra a una mujer negra , en vez del utilizar el rodeo un poco artificioso de “mujer de color”. Lo creía hasta que leí en el periódico que esta misma semana, en Barcelona, en un avión a punto de partir para Londres, una mujer de color ha sido humillada por un racista nefando. “Negra fea y cabrona”, le espetó el energúmeno cuando ella se sentó en el asiento contiguo. ¿Y las azafatas?, ¿y el resto de los pasajeros? Solo dos hombres blancos preservaron la dignidad de nuestra raza al salir en defensa de la anciana de 77 años que miraba aterrada, sin saber qué hacer. El personal de Ryanair no encontró mejor solución que cambiar de asiento a la pasajera ultrajada, mientras el bestia que la había insultado disfrutó satisfecho de una holgura inmerecida. ¿Qué sienten ustedes? Vergüenza, sin ninguna duda, lo mismo que yo. Rabia y vergüenza ante la injusticia, desprecio ante los modales soeces del rostro pálido que insulta a quien cree inferior. A todo esto se añade que, por mor de ese bárbaro racismo, algunos de quienes nos dedicamos a escribir echaremos en falta desde ahora algo que ya creíamos haber conquistado: el derecho y el deber de nombrar a nuestros semejantes con las palabras justas, exactas, como lo hacía Juan Ramón Jiménez, sin faltar al respeto que todo, tanto lo negro como lo blanco se merecen.