Voy a llamarlo con el nombre castizo de “retrete”, eufemismo que en su origen aludía al “retireté”, lugar donde la gente fina se retiraba para hacer de las suyas. Marcel Duchamp lo ascendió a la categoría de obra de arte cuando expuso un urinario con el título de “La fuente” en la Sociedad de Artistas de Nueva York en 1917. Pero no es mi única intención comentar su nombre, sino llegar hasta su esencia, aprovechando que la semana pasada se celebró el Día Internacional del Retrete. La ONU desea que tomemos conciencia de que, según los datos de la Organización Mundial de la Salud, el 60%. de la población mundial no cuenta en su casa con un sistema para eliminar los excrementos y se tiene que conformar con hacer sus necesidades como en el paleolítico, a campo abierto, sin ninguna intimidad. Que cayera en martes y trece la celebración no resta solemnidad a la fecha que conmemora el objeto de mayor utilidad civilizadora salido de la mente humana, siempre que las aguas fecales no acaben contaminando el río más cercano. Y para impedir que esto ocurra, Bill Gates ha anunciado también en esta fecha el invento de un retrete sin agua, autónomo, que transforma los deshechos en fertilizantes ¡Esa sí que va a ser la revolución del Siglo XXI! Y será también la obra central del Museo del Retrete de Corea del Sur, que recoge inodoros de todas las épocas. El edificio del museo tiene forma de taza de váter, con tres pisos por los que pululan los visitantes, hasta llegar al fondo, donde se guardan las obras de valor incalculable, como el trono en donde hacía sus necesidades el mismísimo Luis XIV. Sería buena idea que las próximas conversaciones entre Trump y el amado líder de Corea del Norte, a las que también podrían invitar al príncipe de Arabia Saudí, se celebraran en este santuario que aúna la cultura oriental y occidental. Cuando estuvieran reunidos los tres dignatarios, alguien podría tirar de la cadena y grabar desde un helicóptero cómo se deslizan hasta las cloacas ¿Se lo imaginan? ¡Cuán aliviada se sentiría la Humanidad entera! Pero fuera de bromas, los retretes poseen asimismo un valor cultural nada despreciable, pues no hay momento más apropiado para el cultivo de la mente que el que pasamos sentados en el váter, meditando sobre el tópico del “ubi sunt”, preguntándonos en qué se habrán convertido aquellas apetitosas viandas que nos hicieron tan felices. Y el tiempo que pasamos entre las cuatro paredes del retrete podemos dedicarlo a leer con inusitada intensidad pues, como señala en su libro “Pensar, clasificar” George Perec “entre el vientre que se alivia y el texto se instaura una relación profunda, algo así como una intensa disponibilidad, una receptividad amplificada, una felicidad de lectura: un encuentro de lo visceral y lo sensible”. Aunque la mayoría se conforme con leer el capítulo de un best seller o el reportaje de un periódico deportivo, eso sí, disfrutando de la intimidad que confiere la “habitación propia” que Virginia Woolf reivindicaba para que las mujeres pudiéramos, al igual que los hombres, realizar nuestra obra. Y si desean emular a Leopold Bloom, el protagonista del “Ulises” de Joyce, que siempre leía la prensa cuando se encontraba en ese trance, pueden leer mi columna en el retrete, claro está. Lo único que les pido es que, en el momento en que hayan terminado, no caigan en la tentación de usar la página para lo que ustedes y yo sabemos. Para eso hay unos rollos de celulosa suavísima que se adquieren por menos de un euro en cualquier supermercado.