“Siempre nos quedará París”, decía el protagonista de Casablanca. Porque París no es solo la capital de Francia, sino la ciudad soñada por todos los demócratas del mundo. Y en París nació y creció la madre de las revoluciones y de las resistencias, desde las Tullerías de la Revolución Francesa hasta el Arco del Triunfo de los Chalecos amarillos, sans-culottes actuales, que arremeten desde la banlieue contra los burgueses de la Cité parisina. Es difícil entender a los Chalecos amarillos porque apenas hablan, sus eslóganes y pancartas son tan lacónicos como la pintada que dice “Macron dimisión”, por eso se les atribuyen desde ideologías neonazis hasta la puesta en cuestión del estado globalizado, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. ¡Qué distinta esta revolución a aquella del Mayo del 68, que hizo de París la capital de la palabra revolucionaria! Nadie ha podido barrer de las mentes las pintadas de la Sorbona donde la rabia y la poesía convivían en armonía fraternal: “La barricada cierra la calle pero abre el camino”, “Hay que explorar sistemáticamente el azar”, “El patriotismo es un egoísmo en masa”, “Decreto el estado de felicidad permanente”, “La imaginación al poder”, “Queda prohibido prohibir”. No, ni los gases lacrimógenos ni las balas de goma pudieron con la fuerza incontenible del pensamiento y la palabra. Hasta que los relojes de la República, paralizados durante un mes ante tanta verdad, se pusieron de nuevo en marcha, y sus agujas desgarraron el sueño de las multitudes. Dos y dos volvieron a ser cuatro, pero nadie olvidó que un día en París la suma de un sueño y otro sueño había dado como resultado un número infinito. No importa: siempre nos quedará París, nos dijimos entonces. El problema actual es que los Chalecos amarillos solo dejan un rastro de basura, esa basura que rodea las vidas de los infortunados a los que no se les ha dado la oportunidad de ser soñadores. Los Chalecos amarillos no son ecologistas porque deben acudir al trabajo todas las mañanas en sus viejos automóviles de diésel, no son intelectuales porque no pueden encender la calefacción en el invierno y sentarse a leer a Baudelaire, la energía es demasiado cara para ellos. Como los andaluces que votaron a Vox, no se pueden permitir tener buenos sentimientos ni grandes esperanzas. Ahí esta el peligro, en la deriva violenta e irracional de los que no se fían ya de las promesas. Y de la falta de perspicacia de una izquierda que no ha sabido ver dónde están ahora los nuevos proletarios, los que nada tienen excepto su prole de incertidumbre y escasez. Los desprecian, por eso ellos dejan su marca de ferocidad. Los franceses, especialistas en revoluciones, lo entienden bien, por eso el pueblo de París mira con simpatía la revuelta, aunque no comparta la violencia inevitable que emana de ella; ellos sí que entienden el idioma de los Chalecos amarillos, intraducible al lenguaje político. Otro eslogan del Mayo del 68 debería ser recordado: “Nuestra esperanza solo puede venir de los sin esperanza”. Ahí está el mensaje que los Chalecos amarillos no saben formular, pero que los líderes de la izquierda sí deberían entender. De lo contrario, lo peor podría volver a ocurrir en Europa, pues si La France claudica, habremos perdido los valores sobre los que se sustentaba la democracia verdadera. Y ya no nos quedará París.