“Roma” ha ganado su óscar, por fin. Me refiero a la película de Alfonso Cuarón, que acaba de recibir el Oscar a la mejor película extranjera. Merecería haberse llevado el de mejor película sin más, porque además de ser la mejor de las nominadas, no debería considerarse una película extranjera. “Roma” es la película de un americano que habla español, es decir un hispano, como tantos millones que pueblan la patria de Abraham Lincoln. Los primeros europeos que llegaron a América hablaban español, igual que Cuarón, y allí se encontraron con indígenas de rasgos semejantes a los de Yalitza Aparicio, su actriz principal. Pero no vamos a discutir ahora esa tontería, el caso es que al jurado no le ha quedado otro remedio que darle un premio importante a la película de un hispano, uno de esos a los que Trump considera delincuentes, camellos, ladrones, violadores y algo peor si es que lo hay. ¡Ah, pero la obra de arte de un hispano ha traspasado el muro invisible del racismo capitalista! Además, Roma , cuyo título alude al barrio donde pasó la infancia su director, es una película en blanco y negro, como las de Charles Chaplin, como todas las grandes películas de Hollywood. Yo no sé por qué los políticos de izquierda reprochan a los tres mosqueperros de la derecha recalcitrante que quieran devolvernos a una España en blanco y negro, en un viaje a un pasado de pésimos recuerdos. No me gusta porque tal afirmación supone que las películas en blanco y negro poseen una connotación casposa que yo no creo que tengan en absoluto. A muchos, como a Cuarón, el director de “Roma”, el blanco y negro nos retrotrae a nuestra propia infancia, a la mirada de la niñez, esa mirada profunda, inocente e inteligente que el paso del tiempo nos ha arrebatado en gran parte. Una visión del mundo muy semejante a la del indígena que se encontró en México Hernán Cortés, la misma de la sirvienta Cleo, que protagoniza la película. Sabemos que el destino de los que poseen esa visión inocente no puede ser otro que el fracaso, como le sucede a Cleo, cuando acaba siendo engañada por un hombre de la manera estúpida y cruel en la que los hombres burladores han engañado siempre a las mujeres. Y sin embargo, la decepción no la convierte en un ser egoísta, asqueado de la vida, pues en “Roma”, la misma mujer engañada es también una mujer salvadora, capaz de ahuyentar la desgracia con la fuerza de su ardiente deseo. ¿Qué hubiera sido de la familia si ella no se hubiera internado entre el oleaje para rescatar al niño de la casa en donde servía? Esto ocurre cuando ya solo quedan mujeres al cargo de los niños, pues los hombres, todos, han esquivado sus responsabilidades hacia ellos. Y el título de la película tiene también un valor simbólico, pues Roma es el nombre de la patria universal de Occidente, de la cultura de quienes creyeron un día que el pan y el vino debían ser repartidos entre pobres y ricos, para que sanaran sus almas y sus cuerpos. Por eso Lorca dirigió su “Grito hacia Roma”, cuando condenó el horror del capitalismo yanqui. Sí, precisamente hacia Roma, porque el poder del símbolo de Roma es el único capaz de derrotar a la usura, ese monstruo que sigue sosteniendo el mundo de Trump y sus secuaces. Y Roma es la belleza, el equilibrio, la historia, y la memoria del hombre que desea perdurar sobre la tierra y más allá de la tierra. De eso nos habla esta película que hemos visto en televisión. ¿Podremos verla en la pantalla grande ahora que ha ganado un óscar?