Para entender esta columna se tienen que situar en el escenario en el que yo me encontraba la semana pasada: un aula de Bachillerato de un colegio de Silicon Valley, donde estudian los hijos de los grandes empresarios que realizan, promueven y comercializan los últimos inventos tecnológicos. Espero poder reproducir la clase magistral de Historia de la Pedagogía a la que asistí, pues, como todos saben, en estos colegios tan elitistas, en donde solo admiten a alumnos de familias de alto nivel tanto económico como cultural, la única forma permitida de almacenamiento y reproducción de los conocimientos es la memoria de lo aprendido por medio de la atención y el raciocinio. Vamos a empezar -decía el profesor a los alumnos que le escuchaban embobados-. desde el principio, en el Periodo Arcaico, cuando todavía no se habían conseguido eliminar de las aulas las pizarras digitales y cada alumno utilizaba al menos una tablet y llevaba su móvil en el bolsillo. Me refiero a esos tiempos de barbarie en que las mentes eran invadidas por un cúmulo ingente de informaciones sin organizar y las noticias manipuladas se transmitían por redes en las que era difícil distinguir la verdad de la mentira. Fue tras este periodo cuando surgieron las primeras escuelas “liberadas” donde se estudiaba en ordenadores comunes y donde un maestro dirigía las búsquedas. Se tardó dos siglos en implantar este método en los colegios públicos, pero en los cincuenta años siguientes se llegó al llamado Tercer Periodo pedagógico, en el que se consiguió que el aprendizaje se produjera sin necesidad de pantalla ninguna, aprovechando una facultad descubierta tras arduas investigaciones: la facultad de pensar, de aprender y de memorizar lo aprendido. Para lograrlo, se creó una manera de transmitir los textos a mano, sin necesidad ni siquiera de teclas, con unos artilugios llamados plumas, lápices o bolígrafos y un soporte denominado papel, que todavía se utiliza. Allí los alumnos escribían con su propio cuerpo, y mientras lo hacían, a mucha menos velocidad que las máquinas pero de forma más reflexiva, pensaban en lo que estaban escribiendo y llegaron incluso a ser creativos y a aprender a elegir lo importante de una información, sin limitarse, como en la enseñanza tradicional, a cortar y pegar sin sentido. Pero la pedagogía siguió avanzando, como todos ustedes saben, y se llegó al último periodo, que es en el que estamos en Silicon Valley. Para conseguirlo fue fundamental la contribución del gran sabio pedagogo que inventó una tecnología todavía más barata y sostenible, me refiero a la tiza y la pizarra, soporte en donde una vez transmitido el mensaje se puede borrar sin dejar rastro. Esta tecnología tan innovadora se aplicó con gran éxito en el aprendizaje de la escritura en las escuelas infantiles, ayudados los niños por un marcador llamado pizarrín y un trapillo borrador de duración prácticamente ilimitada. Actualmente hay pedagogos que plantean que en el futuro puede que ni siquiera sea necesario que se utilicen ni pizarras ni lápices ni papel ni tizas, sino que con tablillas hechas de algo tan barato y al alcance de todos como el barro cocido, y por medio de pequeños punzones, seamos capaces de transmitir todo este conocimiento que la memoria humana, una vez libre del lastre de la tecnología digital, ha logrado atesorar para las generaciones futuras por los silos de los siglos.