A mi casa no solía venir ningún cura, por eso recuerdo tan nítidamente la visita de un sacerdote de aspecto agradable, bien acicalado y especialmente sonriente, cuyo nombre me dijeron que era el Padre Gar Mar. Por lo visto hacía años que mis padres no le veían, tantos como yo tenía o quizá más. No sé qué se dirían en las dos horas largas que estuvieron hablando, pero sí recuerdo que cuando entré para saludar un momento -eso era lo que hacíamos entonces las niñas, entrar, saludar y marcharnos- me miró de esa manera en que miran algunos adultos solitarios a los niños, como si fueran seres inauditos y maravillosos, cuya existencia ya habían olvidado y celebran con entusiasmo en la medida en que asegura que la especie humana no se va a extinguir todavía. Y cuando yo salía de la habitación, tras aquel recibimiento tan entusiasta, retomando de nuevo la conversación, oí que aquel Padre le decía a mi padre: “Cuidado con ese, yo le conozco bien y es muy jesuítico”. Salí de allí preguntándome por qué se reirían los dos con tantas ganas. La respuesta la tuve al día siguiente, cuando me enseñaron las pastas de un libro que se titulaba “Sugerencias filosófico-literarias” y venía firmado por el Padre Gar Mar, sacerdote jesuita. Recordé la anécdota el domingo pasado mientras veía la entrevista entre Jordi Évole y el Papa Francisco, otro jesuita amable e inteligente. La propia elección de una cadena como la Sexta ya tuvo un significado inequívoco ¿Qué mensaje quería transmitir con esa elección?, ¿que hay que ser un pecador y no un beato para que el Papa te redima concediéndote la entrevista del siglo? Pero lo que me sorprendió de verdad fue que se atreviera a desmontar esa patraña de que los restos de los asesinados durante la Guerra Civil que están desperdigados por las cunetas no deben buscarse y enterrarse como Dios manda, porque eso significaría abrir las heridas de un tiempo olvidado. Un argentino como él, que ha vivido la Dictadura de Videla con sus miles de desaparecidos, sabe que la verdad no hiere, sino que salva, “No se debe esconder a los muertos”, afirmó tajante. Y más todavía debió de inquietar a la derecha eclesiástica el que apostara decididamente porque la Iglesia pagara sus impuestos como todo hijo de vecino, con la excepción de Cáritas, por razones obvias. Lo demás no me llamó mucho la atención. Se mostró muy tajante en todo aquello cuya solución no depende de él: me refiero a la manera cicatera y cruel con que la Comunidad Europea ha tratado el problema de la inmigración, sobre todo cuando Jordi le puso delante una concertina. ¿Quién no lo hubiera hecho en su lugar? (Pues sí -me contesto- algunos dirigentes españoles no son capaces de decirlo) En cuanto a los temas cuya solución sí depende de él en gran parte, como la lucha contra la pederastia sacerdotal, su discurso no fue tan tajante, se enredó en conceptos ambiguos como la “hermenéutica” de vaya usted a saber qué cosa, que nadie entendió bien, para terminar diciendo que la solución iba para largo, algo semejante a lo que dicen los mandatarios europeos sobre la inmigración. Para las mujeres, muy buenas palabras, casi casi entonó “El día que me quieras” de Carlos Gardel. En resumen, que Francisco estuvo simpático e inteligente, revolucionario en las formas, poco concreto en las medidas a tomar, pero sagaz y profundo en lo que a él no le compromete, con esa elocuencia sugestiva y casi íntima -¿vos me entendés?- tan típica de los argentinos. Y sobre todo sobre todo, como diría el Padre Gar Mar, muy jesuítico.