El miércoles pasado desayuné leyendo dos noticias. La mala fue que había muerto Javier Muguerza, al que considero el gran filósofo español de la segunda mitad del Siglo XX. Y la buena era la fotografía de un agujero negro que viene a confirmar la intuición de Einstein, el autor de la teoría de la relatividad. La obra de estos dos pensadores demuestra la altura intelectual que ha alcanzado el homo sapiens con esfuerzo y pasión a lo largo de los siglos. Muguerza dedicó su vida a pensar y formular lo pensado a la manera en que lo hicieron los grandes filósofos de todos los tiempos, con Kant a la cabeza, dudando siempre de aquello que los simples consideran seguro, en libros de títulos sugerentes, como “La razón sin esperanza” o “Desde la perplejidad”. Pero su filosofía conecta con Kant solo lo justo, pues no se limita a reproducir o continuar su pensamiento, sino que camina a su lado y con él dialoga asumiendo como suyas sus preguntas y no sus soluciones, con un escepticismo tolerante, aunque disidente, que conecta más con la reflexión popular del latino que con la bárbara cultura germana. Lo opuesto al sentido común de aquellos que se dicen filósofos y que tanto abundan en la actualidad: me refiero a los que se dedican a escribir libros de autoayuda y a dar consejos a los papás sobre la educación de sus díscolos niños, con una argumentación propia de un manual divulgativo -bien es verdad que luego pasan la gorra y obtienen pingües beneficios- . No, el filosofo ha de poseer el sentido nada común de la indagación en busca de la verdad escondida, dudando siempre del resultado de sus pesquisas. El filósofo es el discorde, el que no se conforma con lo razonable y escarba hasta encontrar la razón verdadera, llegando a desconfiar incluso de su propia desconfianza, Por eso nunca nos ofrece un libro de recetas para ser feliz, sino para no ser idiota del todo, aunque haya que asumir la dosis de tristeza que toda vida conlleva. En ese sentido, su actitud se parece a la de Machado cuando dijo por boca de su apócrifo Juan de Mairena: “Confiamos/en que no será verdad/nada de lo que pensamos” Así era Muguerza y este es su legado. A él le hubiera gustado ver el agujero negro de la fotografía, porque su imagen nos pone en contacto con lo abismal y más que responder a la pregunta de qué es el universo nos plantea las pregunta de quiénes somos nosotros y qué sentido tiene nuestra vida en la sombra, a las puertas de este agujero innumerable. A mí todo lo cósmico me da mucho miedo, aunque como castellana que soy, estoy acostumbrada a la contemplación de lo inconmensurable: ¿hay algo más abismal que sus resplandecientes noches estrelladas? Por eso no me asombra demasiado este agujero infinito. Francisco Pino, el Einstein de la poesía, ya había incluido los agujeros negros en sus libros de poesía troquelada. Y yo, ¿saben en lo que he pensado al ver esta rosquilla cósmica con dorado nimbo circular rodeando la enigmática sustancia oscura? Pues he pensado en el arito dorado que aparecía en del test del embarazo cuando daba positivo, cuando el ser aún era promesa sin materia ninguna, vacío y esperanza de lo inimaginable. Habrá que llenar esa cavidad sin límites de preguntas luminosas, formadas con la materia de la inteligencia. Muguerza ya ha ingresado en el agujero del que no se regresa, pero sus libros nos pueden servir de guía en el incierto camino hacia la perplejidad más absoluta.