Libros que crecían como la hierba.
¿Quién es capaz de reproducir el primer relato que leyó de niño? Seguro que hay muchos más que contestarían afirmativamente si les preguntáramos por un cuento que escucharon de labios de alguna figura familiar. Esto ocurre porque, antes de que el niño aprenda a leer, accede a la experiencia literaria por medio del relato oral. Sin duda lo que digo es una perogrullada, pero me consta que, en la actualidad, por la competencia de móviles y tablets, se está perdiendo la sana costumbre de que los padres cuenten cuentos a sus hijos. Sin embargo, cuando acudimos a las memorias de infancia de los escritores, nos encontramos con que sus primeros recuerdos literarios suelen ser canciones, retahílas, romances y relatos, siempre de transmisión oral. La literatura popular tiene además un valor igualatorio indudable ¿Qué otra herencia podría transmitir a su prole el hombre más pobre del mundo? Y cuando le arranca de la intimidad de su cuerpo, ¿qué otro don puede regalar una madre al recién nacido que no sea la lengua con la que le cuenta el secreto de su origen y destino? Por eso han sido madres y abuelas fundamentalmente las transmisoras de los textos de la cultura popular. Voy a referirme, sin embargo, a un caso en que es el padre el más interesado en contar a sus hijos una historia que él mismo recibió de sus antecesores. Me refiero al relato de “El ratón y la montaña”, al que alude el intelectual antifascista Antonio Gramsci cuando escribe a su mujer desde la cárcel y le pide que sea ella la que haga lo que él no puede hacer en persona: contar un cuento a sus hijos:
“Querría contarle a Delio un cuento de mi tierra. Te lo resumo y tú se lo contarás a él y a Giuliano: un niño duerme. Hay un vaso de leche preparado para cuando despierte. Un ratón se bebe la leche. El niño grita por no tener leche. El ratón, desesperado, se da cabezazos contra la pared, pero se da cuenta de que eso no sirve para nada y corre a pedirle leche a la cabra. La cabra solo le dará leche si tiene hierba que comer. El ratón va al campo por hierba y el campo seco le pide agua. El ratón va a la fuente. La fuente está destruida por la guerra y el agua se pierde. Quiere que el albañil la arregle. El ratón va a buscar al albañil, y este le contesta que necesita piedras para arreglar la fuente. El ratón va a la montaña y se produce un diálogo emocionante entre el ratón y la montaña, que ha sido deforestada y muestra sus huesos sin tierra. El ratón cuenta toda la historia y promete que el niño, cuando sea mayor, plantará pinos, robles, castaños etc. La montaña le cree y le da piedras …. Y el niño tiene tanta leche que hasta se lava con ella. Crece, planta los árboles, todo cambia. Los huesos de la montaña desaparecen bajo un humus nuevo; la lluvia vuelve a ser regular porque los arboles retienen la humedad y evitan que los torrentes destruyan la llanura… Queridísima Giulia, tienes que contarles este cuento y explicarme después las impresiones de los niños. Te abrazo tiernamente: Antonio”
El maridaje entre el relato y la naturaleza, que tan bien representa “El ratón y la montaña”, me recuerda una anécdota de mi primera infancia, cuando todavía no sabía leer y creía que los libros no se compraban en las tiendas como los otros objetos de uso cotidiano, sino que crecían en las estanterías, igual que las plantas. Así lo conté en “Las cosas como eran”, mi libro de memorias, aunque con cierto malestar, pues temía que mi recuerdo iba a parecer inverosímil. Por eso me alegré tanto al encontrar en “La palabra heredada”, de Eudora Welty, un recuerdo muy semejante:
“Me asombró y me decepcionó descubrir que los libros de cuentos los habían escrito las personas, que los libros no eran maravillas de la naturaleza que brotaran como la hierba. Con todo, ajena a su procedencia, no puedo recordar un solo momento en que no estuviera enamorada de ellos –de los propios libros, de las cubiertas, la encuadernación y el papel en que estaban impresos, de su olor y de su peso, y los cogía en brazos, como si los hubiese capturado y los poseyera, y me los llevaba a un rincón. Aún analfabeta, ya estaba lista para los libros”
¿Acaso la contemplación de los adultos enfrascados en la lectura contribuiría a crear ese aura misteriosa alrededor del libro? ¿Y qué hay más misterioso que la naturaleza? ¿Más misterioso o, al contrario, más sencillo para el niño, enfrascado él mismo en el misterio del crecimiento y la transformación? Pero es en la obra de otra escritora, la poeta portuguesa Sofhia de Mello, en donde he hallado la expresión exacta de la comunión, previa a la cultura, entre naturaleza y poesía. Rememora Sofhia de Mello el tiempo en que, sin saber leer aún, sintió su primera emoción poética:
“En mi infancia, antes de saber leer, oí recitar y aprendí de memoria un antiguo poema tradicional portugués, llamado “Nau Catrineta”. Tuve así la suerte de empezar por la tradición oral, la suerte de conocer el poema antes de conocer la literatura.
Era yo tan muchacha que ni sabía que los poemas eran escritos por personas, sino que juzgaba que eran consubstanciales al universo, que eran la respiración de las cosas, el nombre de este mundo dicho por él mismo. Pensaba también que, si conseguía quedarme completamente inmóvil y muda en ciertos lugares mágicos del jardín, conseguiría oír uno de esos poemas que el mismo aire contenía en sí.
En el fondo, toda mi vida intenté escribir ese poema inmanente. Y aquellos momentos de silencio en el fondo del jardín me enseñaron, mucho tiempo más tarde, que no hay poesía sin silencio, sin que se haya creado el vacío y la despersonalización”.
La lectura, para aquel que ha tenido la experiencia literaria oral antes de aprender a leer, supone un reconocimiento, un encuentro con algo que ya le era familiar: la planta invisible cuyo aroma impregnará siempre las hojas de los libros. Literatura y naturaleza, hermanadas en la memoria sin necesidad de ninguna otra ilustración explicativa. Pero para el que no haya tenido esa experiencia inicial, será muy difícil que el libro adquiera ese carácter mágico, de llamada inexplicable y cautivadora.