La palabra “escuela” proviene del griego “scolé”, que significaba tiempo de ocio. Coincide la etimología con la publicidad de los centros escolares, que, sobre todo en los primeros cursos, insiste en que el niño aprende por medio del juego. Sin embargo, si leemos las memorias de los escritores, encontramos que nos ofrecen recuerdos bien distintos. En vez de juego, aburrimiento infinito, en vez de amabilidad y comprensión, represión de sus deseos más elementales. Pero existe una gran diferencia entre el recuerdo de unos colegios y otros. Las escuelas públicas de zonas rurales son rememoradas en general con cariño, como comprobamos al leer las memorias de Luis Mateo Díez o Abel Hernández. Ocurre lo contrario con los colegios católicos. Si hacemos caso a James Joyce, peor que los castigos físicos era la conciencia de culpa con la que allí tatuaban para siempre el espíritu de los alumnos. En su “Retrato del artista adolescente”, recuerda, por medio de Stephen Dedalus, su alter ego, un retiro espiritual en el que sintió la proximidad de una muerte merecida por sus pecados carnales:
El día siguiente aportó consigo muerte y juicios y con ellos el despertar del alma de Stephen de su inerte desesperación. La vaga vislumbre del miedo se convirtió ahora en espanto cuando la voz ronca del predicador fue introduciendo la idea de la muerte en su alma. Sufrió todas las miserias de la agonía (…) la impotencia de los miembros moribundos; la palabra que se iba haciendo torpe e indecisa, extinguiéndose poco a poco; el palpitar del corazón, cada vez más tenue, más tenue, casi rendido ya, y el soplo, el pobre soplo vital, el triste e inerte espíritu humano, sollozante y suspirante, en un ronquido, en un estertor, allá en la garganta. ¡No hay salvación! ¡No hay salvación!
Otro de los escándalos de los colegios católicos, pensados para educar a la élite social, era el desprecio que sufrían los alumnos de clase baja. Esta fue la causa de que Antonio Gamoneda dejara de estudiar el bachillerato en los agustinos, según relata él mismo en “Un armario lleno de sombra”:
Yo, cuando iba a clase, consultaba las lecciones por el libro del compañero de pupitre: no tenía libros porque mi madre no podía comprármelos. Los frailes comprendieron la situación, pero hubo uno que no lo comprendió o no quiso comprenderlo (…) El padre Anacleto decidió ponerme de pie todos los días al lado del estradillo, comunicando a los demás alumnos, también todos los días, que allí y así habría de estar hasta que no me llegase el libro. Fue un trance prolongado y amargo (…) Aprovechando mi visibilidad, (otro alumno) hacía correr la información de que yo iba calzado con zapatos de mujer. La crueldad y la risa se generalizaban. Efectivamente, yo no tenía calzado para el invierno leonés. Mi madre no encontró otra solución que rebajar el escaso tacón de unos viejos zapatos de mi abuela y calzarme con ellos. No llegaban a pasar por zapatos masculinos. La pobreza es grotesca muchas veces. No fue el sadismo ni los diversos aspectos y grados de la pederastia frailuna lo que me echó de los agustinos y acrecentó mi maldad; fue la vergüenza de ser publicado pobre.
Las escritoras, sin embargo, nos ofrecen una visión menos tétrica de los colegios religiosos. Simone de Beauvoir, la autora de “El segundo sexo”, recuerda con gratitud el colegio católico en donde fue educada en sus “Memorias de una joven formal”. Rosa Chacel no se muestra tan entusiasta cuando habla de las Carmelitas de Valladolid, colegio al que asistió solo unos días, pero su reproche solo atañe a la escasa inteligencia de las monjas:
Llegué un lunes al colegio y en el recreo se le ocurrió a la hermana Pura preguntarme: ¿Qué hiciste ayer domingo? Como llovió tanto no irías de paseo. Yo contesté: – No, hermana Pura, estuve en casa toda la tarde, haciendo títeres con mi papá. -¡Títeres! ¡Qué ocurrencia!, no debes hacer eso. La Virgen María no hacía títeres-. Yo no sé qué contesté, me escabullí para que la monja no viese el desprecio de mi mirada.
La lista de escritores que rememoran sus años de colegio es interminable, y la diversa manera de vivir experiencias similares es también notoria, como demuestran los testimonios de Vicente Aleixandre y Rafael Alberti, que asistieron al colegio de los jesuitas, de Málaga y Puerto de Santa María, respectivamente. Alberti iba al colegio apesadumbrado y temeroso. Así lo recuerda en estos fragmentos de “Retornos de los días colegiales”:
Va repitiendo nombres a ciegas, va torciendo
de memoria y sin ganas las esquinas. No ignora
que irremediablemente la calle de la Luna,
la de las Neverías, la del Sol y las Cruces
van a dar al cansancio de algún libro de texto.
(…)
Las horas prisioneras en un duro pupitre
lo amarran como a un pobre remero castigado
que entre las paralelas rejas de los renglones
mira su barca y llora por asirse del aire.
Aleixandre, al contrario, recorría un camino semejante envuelto por un halo de beatitud, hasta el punto de que se sentía ascender sobre el suelo. Dice en “Al colegio”:
Yo iba en bicicleta, casi alado, aspirante.
Y había anchas aceras por aquella calle soleada.
(…)
Ah, nada era terrible.
La céntrica calle tenía una posible cuesta y yo ascendía impulsado.
Un viento barría los sombreros de las viejas señoras.
Los árboles en hilera eran un vapor inmóvil, delicadamente
suspenso bajo el azul. Y yo casi ya por el aire,
yo apresurado pasaba en mi bicicleta y me sonreía…
Y recuerdo perfectamente cómo misteriosamente plegaba
mis alas en el umbral mismo del colegio.
Alberti hubiera querido asirse del aire para salir volando, mientras Aleixandre, alegremente, ascendía y descendía a discreción de la realidad a la fantasía. ¿La diferencia entre los dos estribaría únicamente en ir andando o ir en bicicleta al colegio? No, con seguridad. Hay algo más hondo detrás de la dicha o la desdicha del niño que acude a la escuela, algo que, en cualquier caso, marcará su personalidad de manera indeleble, como demuestran estos dos poemas. Por eso nada disculpa a los que hacían desdichados a los más pequeños: aquellos aguafiestas los alejaban tanto de la alegría como de la bondad, porque, como afirmó Oscar Wilde, “El mejor medio para hacer buenos a los niños es hacerlos felices”.