EL PELIGRO DE LA LECTURA
La sombra del ciprés. Norte de Castilla.
¿Quién ha leído la Divina Comedia? Si hacemos hoy esta pregunta, fuera de profesores y eruditos, sólo contestará afirmativamente un grupo muy reducido de lectores. Sin embargo, el argumento de su primera parte, la que describe el recorrido de Dante y Virgilio por los distintos círculos del Infierno, haría las delicias del público asiduo a las novelas de terror y aventura, y estoy segura de que llenaría las salas si se adaptara al cine. A mí fue la mano de Bécquer la que me condujo muy pronto hasta la obra de Dante. En una de sus Rimas, una pareja que lee al unísono –ella sostiene el libro en su regazo- interrumpe la lectura para darse el más encendido de los besos. “Creación de Dante era el libro –dice Bécquer. Y luego continúa- era su Infierno”. Así que había que leer la Divina Comedia en busca del pasaje que originaba tal arrobo. Imaginaba yo entonces que iba a encontrar un círculo de los lectores, igual que había un círculo de glotones, de envidiosos, de vengativos… Enseguida me di cuenta de que estaba equivocada . Sin embargo, en mi rastreo por los tercetos encadenados, sumida en el embudo del Infierno, al llegar al canto quinto, me topé con el círculo de los lujuriosos. Les estoy hablando del tiempo en que las adolescentes sabíamos el significado del término “lujurioso”, que hoy suelen definir los estudiantes como “persona que vive con demasiado lujo”. Entonces a nadie se nos escapaba que la lujuria era sinónimo del deseo prohibido. Y fue allí donde encontré a la pareja de lectores condenados. Se trataba de Paolo y Francesca, dos cuñados adúlteros que habían caído en la tentación mientras leían otro libro, el que describe el momento en que la sonrisa seductora de Ginebra arrastra a Lanzarote a traicionar al rey Arturo por primera vez. ¿Cómo? Dándose un beso, no podía ser de otra manera. Pasados los años, el entusiasmo que suscitaron estos versos me llevó a traducir –el entusiasmo es la causa de los mayores atrevimientos- el momento en que se produjo su pecado: “Al cruzar las miradas varias veces sentimos/palidecer los rostros que próximos leían,/pero sólo al poder de un verso sucumbimos./Al leer que el amante la anhelada sonrisa/de su amada cubrió, con aquel beso ansioso,/este al que desde entonces permanezco unida/la boca me besó con labios temblorosos”. Pero no he traído a colación el pasaje dantesco para recomendar la lectura como forma de incitar a la concupiscencia, sino para expresar una idea que tiene mucho que ver con la profesión con la que me gano la vida, pues soy profesora de Bachillerato. Y me doy cuenta de que los adolescentes actuales no me entienden bien cuando les cuento que, en un tiempo no muy lejano, los libros que les recomiendo teníamos que leerlos a escondidas, y que muchos educadores consideraban la demasiada lectura como una actividad sospechosa en sí misma. Y también que fueron esas prohibiciones las que nos hicieron descubrir algunos de los libros que marcaron nuestras vidas. Algo semejante cuenta Teresa de Ávila cuando, al rememorar su afición a las novelas de caballerías, confiesa que las leía en secreto, trasgrediendo la prohibición paterna. “Parecíame- dice Santa Teresa- que no era malo gastar muchas horas del día y de la noche en tan vano ejercicio, aunque a escondidas de mi padre. Era tan en extremo lo que en esto me embebía, que si no tenía libro nuevo no me parece tenía contento”. El contento de la lectura, eso es lo más difícil de explicar a los que nunca han leído a escondidas, por ejemplo dentro de la cama, tapando con la manta la linterna que iluminaba el libro. Los alumnos de los antiguos internados, que leímos en esa postura, conocemos el placer de engullir la lectura con fruición, atrapados, como el mago de la lámpara de Aladino, en la red de la página escrita. ¡Y qué ansiedad se sentía cuando te veías obligada a dejar el libro en el momento más interesante! Enojado, valiente, fugitivo; satisfecho, ofendido, receloso; así se siente el lector interrumpido, como Lope describe al enamorado distante de su amor, sin hallar lejos de él centro y reposo. Quien lo probó lo sabe. Por el contrario, me pregunto si la frigidez lectora de muchos estudiantes actuales no se debe al bombardeo de slogans que ofrecen un modelo de lector ejemplo de virtudes, a la manera de los protagonistas de aquellas historias edificantes que nos recomendaban los educadores de la época de las prohibiciones. ¿Qué pasaría si los profesores propusieran como tarea obligatoria pasarse la tarde jugando a unos determinados videojuegos? ¿Y qué si, al encontrar a sus hijos asomados a la ventana con la mirada ausente, los padres les reconvinieran diciendo que, en vez de perder el tiempo, más les valdría concentrarse en la consola? Ocurriría que quizá alguno de ellos, leyendo a Bécquer en secreto con una compañera de clase, comprendería que un poema cabe en un verso. Y en un beso. Y seguro que otros lo comprendían también con el libro entre sus propias manos, en una lectura aparentemente solitaria. Digo “aparentemente” porque, en la lectura silenciosa, no sólo se escucha la voz del texto, sino que se siente también el roce de su mano invisible, que empuja al lector a pasar la página, suavemente, de la misma manera que Amadís de Gaula se veía arrastrado con dulzura a pasar por debajo del Arco de los Leales Amadores. Porque hay algo que asimila la lectura al acto amoroso, y ese algo es su intimidad. Francesca y Paolo, leyendo al unísono, se miraban de reojo con avidez. En la lectura silenciosa, el texto se incorpora al lector, mientras éste lo engulle ávidamente. El libro ya no funciona como imán que atrae a los amantes entre sí, sino como objeto deseado del que lee. En la religión judía, Dios se identifica con el libro. Pero quién sabe si algunas de sus páginas, como sospechaban nuestros educadores católicos, estén inspiradas por el que ellos denominaban el Maligno. El mismo al que invoca Baudelaire en sus Letanías como “sanador familiar de las angustias humanas”. Pues, ¿hay mejor medicina que un libro para las más secretas angustias y zozobras? Lo cierto es que lo más alto y lo más bajo tiene cabida en la lectura, igual que conviven en la lujuria, el único pecado que Dante disculpó, el único que entendía como lector y como enamorado. Por serlo descendió a los Infiernos y por serlo alcanzó el Paraíso. Ambos, lector y enamorado, saben que -otra vez en palabras de Lope- en el amor un cielo en un infierno cabe, que es como decir que la lectura es una experiencia salvadora , aunque no hay que ocultar que, como todo lo de verdad emocionante, tiene su peligro.