¡Qué mona era Chita, la compañera inseparable de Tarzán! Eso fue lo que exclamamos en Navidad todos los que de niños veíamos fascinados sus películas. Casi nos habíamos olvidado de ella, cuando la noticia de su muerte el día de Nochebuena, a los ochenta y cuatro años, nos hizo volver a las tardes de sesión continua, en las enormes salas del cine de entonces. Y recordamos nuestros sueños de viajar por el mundo colgados de una liana. Todos y todas sabíamos dar brincos como la mona Chita, enroscando los brazos bajo de las axilas, igualito que ella, gritando con satisfacción indescriptible. Fea, pero resultona, poseía el atractivo de la naturalidad. Como los niños de verdad, Chita vivía en el presente, en la inmediatez, ajena a las responsabilidades y preocupaciones de los adultos. Aunque con la misma naturalidad hubiera dado la vida por salvar a la familia de Tarzan, con esa heroicidad característica de los auténticos, de los inocentes. La Conferencia Episcopal afirma que, en una familia como es debido, es imprescindible que haya un padre y una madre, pero yo digo más, digo que debería haber una mona en cada unidad familiar, para que el círculo se cierre y los hijos sientan que han venido a un mundo completo, donde la plenitud no es una quimera. En nuestras familias sin mona, ¿quién no añoró su presencia? Chita hubiera abierto nuestros hogares hacia la libertad de la Tierra Prometida, y así lo hacía cada vez que en la televisión pasaban una de Tarzán. ¿Pero por qué precisamente Chita? Porque los demás protagonistas de la película procedían de otro mundo, su presencia en la selva era la consecuencia de un accidente; en cambio Chita, solo ella, era de verdad, sin disfraz ninguno, solo ella procedía del mundo de los seres reales. Entre los decorados cinematográficos se encontraba a sus anchas, saltando de árbol en árbol. Como para todos los niños de verdad, para la mona Chita no había diferencia entre la realidad y la ficción. Por eso nadie le puso nunca un pero a su actuación, porque era la única que no interpretaba en el gran teatro del mundo. Y murió como nació, ajena tanto al éxito como al olvido, con el mismo mensaje en los labios: vuestra civilización me la soba, yo soy la más feliz. Sin embargo, había en sus ojos una enigmática tristeza, la melancolía propia de todos los animales que saben que han sido expulsados del Paraíso sin comerlo ni beberlo, por una pecado que no cometieron. Johny Weissmuller, el atleta rumano que interpretaba a Tarzán, murió en un psiquiátrico, convencido de que era el Rey de los Monos. Chita, en cambio, conservó la cordura hasta su muerte, sin saber si era o no era la protagonista de nada. Tarzán no resistió el paso a la vida adulta, como no lo resistieron sus películas. Viajó a la ciudad, es decir, al lugar de la farsa y los buenos modales; en cambio Chita siguió siempre en la selva de la infancia, soñando con el día en que Tarzán volviera a reclamarla. Algunos listos dicen que Chita era un mono en vez de una mona, que era muchos monos sucesivos… ¡Qué poco entienden ellos de cine, de monos y de niños! Chita será siempre la Chita que vigila el sueño de Tarzán. Su grito se escuchará incluso cuando la tierra se hayan convertido en un decorado, cuando la luz se haya apagado definitivamente y en el universo se vuelva a escuchar la voz del origen, esa voz que suena igual que el llanto de un bebé abandonado. Allí llegará Chita para recogerlo, para arrullarlo, para convertirlo en el Rey de los Monos. A oscuras, como suceden las cosas en la intimidad del cine, a la Chita callando.