¿Recuerdan la antigua serie de televisión “Arriba y abajo”? Describía las relaciones entre señores y criados en una familia de la aristocrática inglesa de principios del Siglo XX. Entonces había una separación completa entre los dos estamentos sociales, como si pertenecieran a dos especies distintas. Ninguna empleada del hogar se identificaría hoy con estos personajes, aunque hasta este mes mismo no se ha reconocido su derecho a la seguridad social y a la jubilación –incluso de aquellas que no trabajan jornada completa, que son la mayoría- gracias a una de las medidas sociales del gobierno anterior. Bien es verdad que, no sé por qué razón, no se les reconoce el derecho al paro como al resto de los trabajadores. Quizá esta cicatería con las que trabajan en casa ajena proviene del mismo origen de su actividad, realizada en la antigüedad por esclavas que se vendían y se compraban como si se tratara de un robot doméstico. Catón nos informa de que por mil quinientos denarios en Roma te podías comprar una esclava de buen ver, de las que valían igual para un roto que para un descosido. En la Edad Media fueron sustituidas por “criadas”, que formaban parte de la casa como una familia inferior, y sufrían las impertinencias de los dueños a cambio de su protección. Areusa, el personaje de “La Celestina” hablaba así en el Siglo XV de la vida de estas criadas: “Nunca tratan con parientas, con iguales con quien puedan hablar tú por tú, con quien digan: ¿qué cenaste?, ¿estás preñada?, llévame a cenar a tu casa, muéstrame tu enamorado, ¿quién son tus vecinas?”. Y retrata también Areusa la forma en que solían dirigirse a ellas las señoras: ”Por qué comiste eso, golosa?, ¿cómo fregaste la sartén, puerca?, ¿por qué no limpiaste el manto, sucia?, ¿quién perdió el plato, desaliñada?, ¿cómo faltó el paño de manos, ladrona?”. Los tiempos fueron cambiando, pero, si nos atenemos a la Literatura, las criadas siguieron siendo tratadas de manera semejante hasta muy entrado el Siglo XX. En las novelas, las “fieles sirvientas” acababan siempre sufriendo el desprecio de aquellos a los que dedicaron sus vidas. Me estoy acordando del personaje de “Benina”, en “Misericordia”, de Galdós. La pobre mujer pedía a la puerta de la iglesia para poder alimentar a la familia venida a menos para la que servía. Hasta que les tocó la lotería y, avergonzándose de sus actividades mendicantes, la pusieron de patitas en la calle sin más contemplaciones. Muchos hemos sido acunados por muchachas cariñosas y hemos escuchado de sus labios las canciones que entonaban mientras fregaban los platos o planchaban la ropa, con la alegría y la ternura propia de verdaderas princesas, rompiendo todos los esquemas del comportamiento humano en cautividad. Porque, por muy bien que fueran tratadas por muchas familias, seguían siendo cautivas, seguían careciendo de intimidad. Hoy se las oye cantar de manera semejante, aunque con acento sudamericano, mientras limpian y cuidan a los niños del Barrio de Salamanca o del Paseo de Gracia. Han dejado muy lejos una vida propia, suya por pobre que fuera, a cambio de la protección de los nuevos señores que vuelven a vestirlas con los antiguos uniformes. ¿Se identificarán todavía con las últimas frases del parlamento de Areusa en La Celestina?: “Por eso, madre, he querido más vivir en mi pequeña casa, esenta y señora, que no en sus ricos palacios, sojuzgada y cautiva”.