Todavía estoy impresionada por las noticias del naufragio del crucero Costa Concordia. Igual que a otros les da miedo volar, yo tengo pavor al mar, sobre todo durante la noche, cuando la superficie se convierte en un agujero negro que amenaza con tragarse cualquier forma de vida. Por eso mismo, siempre leo con atención las noticias de naufragios, y he llegado a la conclusión de que del comportamiento de las autoridades de un barco en una situación de peligro se pueden sacar sabias conclusiones sobre la organización social. El Titanic es, sin duda, el ejemplo más emblemático. A tantos años vista, lo más lamentable de aquel desastre no es tanto el número de víctimas como el comportamiento miserable de su capitán. ¿Saben cuál fue su primera medida?: encerrar a los pasajeros de tercera en el sótano para que no pudieran optar a subirse a los escasos botes con los que contaba el trasatlántico. Eran muchos pasajeros, es cierto, y en esos casos hay que elegir. Así que eligió a los de primera, y en el sótano perecieron desesperados multitud de mujeres y niños. El capitán del Costa Concordia, haciendo honor a su nombre, ha sido más equitativo, impuso la ley del “sálvese quién pueda”. En cambio en el Tiyanic se impuso algo peor, algo mucho más civilizado, el “sálvese quien tenga”. Es el mismo sistema de rescate que se ha utilizado en este naufragio económico que llamamos la Crisis. El sistema capitalista amenaza con hundirse en los países occidentales, en este caso no por accidente, sino por una estafa provocada por los mismos que dictan quién la tiene que pagar. Mientras el barco iba viento en popa, todos sus pasajeros disfrutaban como niños con zapatos nuevos de la sociedad del bienestar. Pero cuando los que llevan el timón chocan contra el iceberg, se opta por encerrar a los de tercera para que no dificulten las tareas de salvamento. Esta crisis también acabará, como todas, pero los de abajo no podrán olvidar fácilmente el sufrimiento que les ocasionó. Los de arriba, en cambio, tras el primer susto, saldrán bien parados. Ya están adoptando las medidas pertinentes para que otros paguen sus platos rotos. Y disfrutan con ello, aunque deberían hacerlo con más disimulo. En este sentido fue escandalosa la alegría exultante con la que los diputados del PP aplaudieron en el Parlamento cuando, con el apoyo de CIU, aprobaron los recortes y congelamientos que hundirán en la miseria a tantas familias. Sus aplausos entusiasmados no tenían límite, acompañados de ovaciones, enhorabuenas, abrazos y parabienes por haber conseguido subirse en un bote sin mojarse siquiera el dobladillo del pantalón. Es comprensible, porque ya saben ustedes, sobre todo si son valencianos, a cuanto ascienden los trajes de sus señorías. Y es que no se podía hacer otra cosa, había que tomar una decisión drástica…. bla, bla bla… ya conocen como continúa el discurso inspirado en la Internacional de la Usura. Así que agárrense fuerte a la barandilla. Y para otra vez ya saben, el tren es más seguro.