Empezaron con la cerveza sin alcohol, siguieron con los turrones sin azúcar y van a terminar con el chocolate sin cacao. ¿Saben que la mayoría de los Jardines de infancia no tienen jardín? Yo misma, que tanto hablo, acostumbro a pedir “café irlandés sin café”, no para que me sirvan un descafeinado, sino nata con whisky. El café lo detesto, en cualquiera de sus modalidades, excepto cuando es un componente del tiramisú. Y el caso es que mi café sin café ya no es tan raro, ahora que todo se fabrica sin lo más esencial. Esto produce una desustanciación generalizada que no afecta solo a los alimentos. Tomemos el ejemplo de las bicicletas: las que más se venden son las estáticas, aunque parezca mentira. Y en estas navidades, la última moda ha sido pedirles a los Reyes bicis sin pedales. Son más seguras, aunque avanzan menos. Los padres están tranquilos mientras sus niños hacen ejercicio. ¿Que no me creen? Pues indaguen en las jugueterías. Con el mismo criterio, el de la seguridad y la salubridad, Fabra inauguró en Castellón un aeropuerto sin aviones. Sus visitantes pueden tomar el aire sin el incordio de tener que apartarse para que aterricen. Ese sí es un aeropuerto de altos vuelos. Siguiendo el modelo, deberían construirse vías de tren sin trenes y playas sin mar –mismamente como la de Valladolid, pero más limpias-. Y sin cambiar de tema, pasa lo mismo con los matrimonios, porque el fenómeno del “sin” se ha extendido a todos los órdenes de la vida. Los que están en contra de que se casen los homosexuales aducen razones etimológicas: que no puede haber matrimonios sin madre. Pero los puritanos nunca han estado en contra de los matrimonios sin amor. Tampoco en China, donde se alquilan prometidas para presentar a los padres el día del Año Nuevo Lunar, como manda la tradición que se haga. 1400 dólares, eso es lo que cuesta una noche familiar con prometida (Mi perra no lo entiende. Ella, que se meó junto al árbol que compré en Navidad en los chinos). Pero esto no es de ahora, yo vi en Buenos Aires, hace ya quince años, móviles aptos solo para soliloquios, que simulaban teclas a la perfección, por el módico precio de 200 pesetas. Las apariencias engañan, es lo que dice el refrán. Y cuando engañan el ojo, hay un trampantojo. La palabreja viene del francés “trompe l’oeil”, traducido por “trampa para el ojo”, que significa “ilusión con que se engaña al ojo que ve lo que no es”. Ustedes mismos pueden abrir una ventana en el pasillo dando al mar Caribe, o aumentar su cuarto de estar hasta convertirlo en un gran salón palaciego, con columnas de las de verdad, no de estas de mentira como la que yo estoy escribiendo. Basta con que dominen la técnica de la perspectiva, que está en la base del trampantojo. Si quieren tomar modelo, visiten el Monasterio de las Descalzas Reales de Madrid, que es un maravilloso ejemplo de arquitectura fingida, empezando por la puerta, de madera, que simula ser de reja de bronce, rodeada de falsas esculturas. Los hombres del barroco, maestros en la expresión de la mentira y del desengaño, pusieron de moda los trampantojos, pero nosotros, hoy, no les andamos a la zaga, aunque sea en bicicleta sin pedales. Hemos inventado el parto sin dolor y los entierros sin cuerpo –como los de los recién nacidos que se vendían en adopción sin el consentimiento de los padres verdaderos-. ¿No se referiría a ellos José Miguel Ullán en estos versos que me dedicó?: “Cuerpo glorioso./ Trampantojo que apaga/ la sed, que es de otro”. Nos quedaremos sin saberlo, ahora que se persigue a los jueces que investigan de verdad los delitos. Sí, porque en España estamos a la cabeza de la legalidad sin justicia, que es lo más parecido al café sin café. ¿En qué se basa si no el juicio esperpéntico contra el juez Garzón? Ése sí que es un trampantojo monumental. Pero quien hizo la ley, hizo la trampa; y quien hizo el ojo, hizo el trampantojo. Habrá que ver cómo termina.