“Dichoso el que un buen día sale humilde/ y se va por la calle, como tantos/ días más de su vida, y no lo espera/ y, de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo alto/ y ve, pone el oído al mundo y oye,/ anda, y siente subirle entre los pasos/ el amor de la tierra, y sigue, y abre/ su taller verdadero, y en sus manos,/ brilla limpio su oficio…” Así comienza “Alto jornal”, un poema de Claudio Rodríguez, en donde expresa la íntima satisfacción de sentirse merecidamente vivo, ese placer que no proviene del don gratuito de la naturaleza, a la manera de los niños cuando maman o de los que recogen un maná celestial, sino de la dicha de “ganarse la vida” en el alto contenido de la expresión. El trabajo te hace existir, te dota de realidad humana; por eso, las primeras mujeres que se incorporaron a la vida laboral decían sentirse “realizadas”. Me refiero al trabajo remunerado, porque las tareas domésticas, por agotadoras que fueran, no pasaban de ser consideradas como “sus labores”. Y para ganarse la vida hay que hacer una labor que no sea solo tuya y de los tuyos. Sí, para ganarse la vida hay que regresar a casa con algo en los bolsillos, algo que nos permita sentirnos partícipes de la generosidad de la tierra. ¿A cualquier precio? En absoluto. Es verdad que los señoritos ociosos no se ganaban la vida, pero tampoco se la ganaban los esclavos. Los esclavos sobrevivían, no tenían ninguna vida que ganar. ¿Y solo se considera oficio verdadero el de aquel que trabaja con sus manos, como diría Jorge Manrique? En absoluto. Un médico, un ingeniero, una profesora, una investigadora, un abogado, una arquitecta… incluso el que termina una columna puede sentir que ha pagado su deuda con el mundo, que ha cumplido su encargo y, en definitiva, que se ha ganado su jornal. Algo que nunca sentirá ni un especulador ni un prestamista ni un consejero de esos que cobran sueldos astronómicos. Porque la altura del jornal nada tiene que ver con el tamaño del salario, sino con la dignidad a la que eleva a quien se lo ha ganado con su industria. Esa dignidad es lo que echan de menos algunos jubilados prematuros y la mayoría de los jóvenes que no tienen ni siquiera esperanza de encontrar un trabajo. Nadie se siente dichoso viviendo de prestado, y todo el que respira, si no es un miserable, desea sentir la dicha de ganarse la vida como cualquier ser humano de la tierra, desde que el primero de ellos salió al monte a buscar de comer para su tribu. Seguro que regresó con el cansancio y la satisfacción que nos describe Claudio Rodríguez en su poema, que termina: “… y cuando/ se ha dado cuenta al fin de lo sencillo/ que ha sido todo, ya el jornal ganado,/ vuelve a su casa alegre y siente que alguien/ empuña su aldabón, y no es en vano.” Malos tiempos estos en los que hay que mendigar para que te “den” un trabajo, en que se insta a los jóvenes a abandonar su tierra y su casa para poder desarrollar su profesión, y se les aconseja que oculten sus méritos y estudios cuando van a solicitar un trabajo. Malos tiempos estos en que los pescadores no pueden pescar, los ganaderos no consiguen vender la leche de sus vacas y los labradores han perdido el interés por cosechar lo que han sembrado. Hasta aquí nos ha conducido nuestro absurdo y perverso sistema económico, a un mundo en el que “ganar el pan con el sudor de la frente”, más que la maldición con la que fuimos expulsados del Paraíso, parece la promesa de un edén imposible.