Llevaba un tiempo pensado escribir una columna sobre “El grito” de Munch, que hace unos días se ha vendido en Nueva York por 91 millones de euros. Sin duda es tan apreciado en la actualidad porque representa el espeluzne de este tiempo nuestro, cruel, espasmódico e incomprensible. Volví a pensar en El grito cuando escuché el domingo la noticia del rescate de 100.000 millones, pero al día siguiente apareció Rajoy asegurando que era una medida muy beneficiosa, fruto de su probada habilidad negociadora. Voy a confiar en su palabra exactamente dos o tres días, que es lo que suele tardar en desdecirse nuestro Presidente. Así que abandono el grito y escribo sobre el beso, un tema mucho más apropiado para los días primaverales. Sobre el beso se ha pintado mucho, aunque ni el cuadro de Klint ni la escultura de Rodin hayan llegado a conmoverme. Para expresar la misteriosa intimidad del beso no hay nada como el cine, lo he corroborado mientras veía en la tele “Lo que el viento se llevó”. Quizá porque el beso de verdad nunca es un acto premeditado, como el motivo de un cuadro. El cine expresa mejor ese gesto imprevisto que, sin embargo, los que se besan parecen haber esperado desde el comienzo del mundo. Claro que hay muchos tipos de besos, y yo me refiero al beso de la pareja que se reconoce entre la multitud, y que junta sus labios, no para saludarse, sino para no despedirse jamás. Para besar nos entrenamos desde la tierna infancia, gracias a la paciencia de nuestros progenitores. Damos besos a diestro y siniestro hasta que un día descubrimos que nunca nos habían dado un beso. Sí, me refiero al beso que lo dice todo sin palabras. “En un beso sabrás todo lo que he callado”, escribió Pablo Neruda. El erotismo del beso es de orden espiritual, es una metáfora de la cópula a la que estoy segura de que a la humanidad le llevó mucho tiempo acceder. Darse un beso de verdad de los buenos es propio de seres refinados, que han llegado a la cumbre de la delicadeza sensitiva. Aunque los besos también tienen su peligro. He leído que en una tribu africana las parejas temen darse besos porque tienen miedo de que el alma se les escape por la boca -¿han escuchado nunca algo más poético?-. Aunque lo que está claro es que el beso posee un carácter eucarístico. “Éste es mi cuerpo”, que para ti se hace comestible. Eso nos dice el que nos come a besos. Y sin embargo el beso, en vez de engordarnos, nos adelgaza, por imposible que parezca. ¿Saben que cada beso nos consume 10 calorías? ¡Qué delgaditos estarían Catulo y su querida Lesbia, que se daban tantos besos, tantos, tantos…. Eso nos confiesa el poeta en su “Catuli carmina”, el tratado más completo para aprender a dar besos. Aunque el beso de verdad es uno solo, un beso poderoso, que pone de nuevo en marcha un mundo imperturbable, anclado en la quietud de las agujas del reloj impasible. Me refiero al beso de la Bella Durmiente, capaz de despertar su reino dormido. ¿Se acuerdan? Los mirlos detenidos en el aire, las llamas dormidas en la chimenea, los labios entreabiertos, sin llegar a decir la palabra “te quiero”. ¿Debería despertar el príncipe a la Bella Durmiente o, dadas las circunstancias, es mejor que permanezca en su sueño hasta que termine la crisis? Yo creo que sí, que debería intentarlo nuevamente esta primavera -¡que se besen, que se besen!-, aunque todo nos incite al grito. Incluso en este reino de ignominia.