He echado de menos, entre los artículos que recordaban la figura de Miguel Delibes, alguna alusión a sus perros. Nadie seleccionó tampoco una fotografía con sus compañeros de paseo. Se lo digo a Tula, mi perra, que me mira con ojos resignados mientras vuelve a sumirse en sus meditaciones. Quizá no se dieron cuenta del lugar que ocupaban los perros en la vida del escritor, quizá pensaban, con el obispo Munilla -lean sus pastorales-, que al fin y al cabo, como animales que son, no tienen alma, y por tanto no merecen ni nuestra atención ni nuestro recuerdo. Y sin embargo, los perros sí tienen personalidad, por eso el primer regalo de sus amos es un nombre que los distingue e identifica. Los perros han entrado en el Olimpo de la literatura con nombres inolvidables, desde que el fiel Argos, el perro de Ulises, esperó para morir a que su amo regresara de su odisea por los mares. Y es en el momento de la muerte -¡con qué dignidad saben morir nuestros fieles compañeros!- donde aflora el alma de los perros, con perdón de Munilla. Entonces es cuando nos preguntamos dónde irán. Unamuno lo dice en la elegía a la muerte de su perro Remo: «¿Dónde se fue tu espíritu sumiso? / ¿No hay otro mundo / en que revivas tú, mi pobre bestia, / y encima de los cielos / te pasees brincando al lado mío?». Y no se trata únicamente de que algunos perros merezcan más que muchas personas entrar en el Cielo, sino de que los hombres les necesitamos, de tal manera que no podemos codiciar un edén vacío, de espíritus puros. «Bien sé que en el cielo hay arroyos de plata y frondas de oro; que el cielo de los niños tendrá perros y mariposas y pájaros», decía Juan Ramón Jiménez. El sábado, mientras el ataúd en donde llevaban a Delibes salía de la catedral entre cánticos que anunciaban su entrada al Paraíso, yo pensaba que lo primero que oiría al llegar a sus puertas serían los ladridos de la Fita, el Coquer y el Grim, moviendo el rabo alegremente, dispuestos a seguirle por los senderos del Más Allá. Recientemente vi ‘En la carretera’, una película que muestra un panorama desolador del futuro de la especie humana. Sus protagonistas, un hombre y un niño, intentan sobrevivir en un mundo estéril en el que ‘casi’ todos los hombres se han envilecido hasta convertirse en desalmados caníbales. Sólo algunos conservan su alma humana. Al final, el niño se ve en la tesitura de distinguir si unos hombres con los que se encuentra son de los que ya han perdido sus rasgos de humanidad o de los que todavía los conservan. Y se da cuenta enseguida de que pertenecen al segundo grupo. ¿Por qué? Porque llevan con ellos un perro. Sí, puede que los perros no tengan alma inmortal -¿la tendremos nosotros?-, pero es seguro que tienen algo que nos hace distinguir a unos hombres de otros. Los que van con perro, como Miguel Delibes, son gente de fiar, podemos estar seguros de que sí tienen alma humana. (Esta columna se la dedico Tana, la perra de mi hijo Manuel, que murió hace tres años, en olor de santidad).