Es el deporte nacional. Hacer el mamarracho suscita entre nosotros una inmediata simpatía. Si no, acuérdense del Chikilicuatre, elegido -¡por aclamación popular!- para representarnos en Eurovisión. Aunque he de decir que, de entre los mamarrachos del siglo XXI español, fue el menos ridículo. Con su guitarra de juguete ponía en evidencia la mamarrachada de un festival insoportable. Tampoco me caía mal del todo Cecilia Giménez, la espontánea restauradora que convirtió un heccehomo corriente y moliente en un mamarracho excepcional. Hasta que me enteré de que en su pueblo cobran por ver su obra, y de que la inocente anciana ya había reclamado los derechos de autor. Mejor es que se contenten con ganar dinero, lo peligroso sería que aspiraran a conquistar el poder. Eso es lo que ocurrió en todas las dictaduras del mundo conocido. ¿Han visto algún documental de Mussolini pronunciando un discurso?, ¿a Stalin pasando revista al Ejército Rojo?, ¿a Hitler en sus mítines, con el bigotillo de mal imitador de Charlot? ¿Y se acuerdan de Franco con sombrero tirolés, con boina roja, con camisa azul? Lo malo de los regímenes autoritarios –así los llama ahora la gente fina- es que convierten en mamarrachos incluso a sus víctimas. Hace bien poco contemplamos los aspavientos que hacían en Corea el día en que enterraron a Kimn Jong-il, el rey de los dictadores mamarrachos. Sí, la mezcla explosiva de crueldad, corrupción y estupidez no es exclusiva de la marca España. En lo que somos especialistas es encumbrar democráticamente a mamarrachos hasta los puestos de responsabilidad política. Cuantas más inconveniencias salgan de su boca, más crece su popularidad entre los electores. Para obtener éxito de público y taquilla, se diría que en España hay que adoptar los modales de Torrente. Ejemplos hay a montones. Pero nadie como Esperanza Aguirre ha sabido capitalizar en votos su caudal ingente de mamarrachadas. Esa debe de ser la causa de que hasta sus adversarios hablen de ella tan en serio, de que admiren su temple y constancia incansable en el arte de avivar conflictos con maneras soberbias y argumentos banales. Sus meteduras de pata no cumple que las alabe porque ya saben todos cuales fueron, solo quiero hacer alusión a algo que ya pocos recuerdan, pero no es baladí: llegó a la Presidencia gracias al apoyo de dos mamarrachos, tránsfugas del PSOE. Me estoy refiriendo al “tamayazo”, aquella mascarada que debería avergonzar tanto a peperos como a socialistas, por haber presentado en sus listas a aquellos dos impresentables. Carlos Fabra, la Duquesa de Alba, Ruiz Mateos…, cada uno en su estilo y en la medida de sus posibles, completan el cuadro que da tanto juego en los Carnavales. Y aquí hemos llegado, al momento en que hasta Vargas Llosa compara a Esperanza Aguirre nada menos que con Juana de Arco. ¡Dios nos valga! Por el mismo sistema de equivalencias, acabará comparando a la santa francesa con Belén Esteban, que en grosería y popularidad no le anda a la zaga a la marquesa cañí. Mamarracho es un término que viene del árabe y significa persona ridícula en su indumentaria y ademanes, y también se utiliza para denominar al que no es digno de respeto. Pero visto lo visto, por ampliación de significado, pasará a designar al político mediático que gana las elecciones por goleada. Aunque, bien mirado, hasta los peores mamarrachos tienen su virtud: las anécdotas que protagonizan animan las veladas. ¿Quién no se ha reído alguna vez de Esperanza Aguirre? Pues hay que agradecérselo, que la vida es muy triste. ¿La echaremos de menos?