Wert, el Excelente, dijo en el Parlamento que con su reforma educativa iba a españolizar a los catalanes. Y su frase cayó como un escupitajo en la cara de muchos diputados. Los de su partido, sin embargo, le aplaudieron con esa furia tan española de la que hacen gala en los últimos tiempos. Yo estoy perpleja, la verdad. Parece mentira que un ministro de Cultura y Educación no sepa que, en nuestro país, el nombre de España está cargado de connotaciones un tanto peligrosas, excepto cuando ganamos en competiciones deportivas. “Me duele España”, decía Unamuno. Y a Cernuda y a Espriu les dolía tanto que ni siquiera querían nombrarla. Espriu la llamaba Sefarad, como los judíos españoles que prefirieron el exilio a renunciar a sus creencias. Sansueña la llamaba Cernuda, para quien más que una madre, España fue una madrastra cruel. Machado resolvió el problema hablando de las dos Españas, la madre y la madrastra, por un lado la de charanga y pandereta, y por el otro la de la rabia y de la idea. Esta última, llamada por Bergamín y Giner de los Ríos la España peregrina, es la que María Zambrano comparaba con Antígona, la protagonista de la tragedia de Sófocles, que prefirió el martirio a doblegarse a la tiranía. Y tampoco los de mi generación nos sentimos más orgullosos de ser españoles, a pesar de que en las clases franquistas de Formación del Espíritu Nacional nos obligaron a aprender de memoria que España era una “unidad de destino en lo universal”. Miento: sí nos sentimos orgullosos hace diez años, cuando los jóvenes voluntarios acudieron generosamente a limpiar el chapapote desde todos los pueblos de España. De buena gana, Miguel Hernández les hubiera dedicado estos versos: “Asturianos de braveza, vascos de piedra blindada, valencianos de alegría y castellanos del alma,(…) andaluces de relámpagos, nacidos entre guitarras (…) extremeños de centeno, gallegos de lluvia y calma, catalanes de firmeza, aragoneses de casta, murcianos de dinamita(…)leoneses, navarros, dueños del hambre, el sudor y el hacha, reyes de la minería, señores de la labranza…” Mientras Rajoy, el entonces ministro de la Presidencia, aseguraba que eran unos pocos hilillos de plastilina, aquellos jóvenes voluntarios limpiaron todo el veneno asqueroso, vertido sobre las costas españolas. Por cierto, ¿dónde estarían las Nuevas Generaciones del PP, que hoy defienden con tanto patriotismo la unidad de España? Nadie los vio por allí. ¿Y dónde están ahora aquellos jóvenes voluntarios? Unos acuden a las manifestaciones contra el Gran Desfalco, y otros viven en el extranjero o preparan las maletas para marcharse. Wert, el Excelente, se ha equivocado. Lo que van a españolizar nuestros hijos es el mundo entero, adonde emigran a cientos cada día, en busca de trabajo. Seguro que ellos no se sienten orgullosos, aunque tampoco tienen razones para sentirse avergonzados: desde Mío Cid, los mejores españoles han sido desterrados de su tierra. Será que es nuestro destino en lo universal. Da igual que sean catalanes, gallegos, vascos, castellanos, aragoneses, cántabros, andaluces… todos merecen ser despedidos con el grito con el que despidió al Cid el pueblo indignado: “¡Ay, Dios, qué buen vasallo, si tuviese buen señor!”. Y allí adonde vayan volverán a experimentar esa sensación tan española de ser hijos de la misma madre y haber sido maltratados por la misma madrastra.