Media cebolla y unas migajas de pan, esa era la dieta del Lazarillo. Pero a la crítica no le debe de haber parecido el hambre de Lázaro un asunto fundamental, ocupada como estaba en comentar la influencia erasmista, la posible autoría de un judío converso o las raíces folclóricas de las anécdotas narradas. Y sin embargo, es el hambre el que convierte en pícaro al protagonista, el que le hace renunciar al bien de la honra. Los lectores modernos mal lo podían entender, sin conocer el hambre nada más que por referencias literarias; pero apuesto a que el autor del Lazarillo sí sabía lo que se traía entre manos: una triste cebolla. Como lo sabía García Márquez cuando escribía en París “El coronel no tiene quien le escriba”, y acudía diariamente a correos, a ver si le llegaba el giro que El Espectador de Bogotá había prometido enviarle, y que no llegó nunca. Así que el Coronel pasó un hambre inhumano, mientras preservaba la dignidad de su hijo asesinado, simbolizada en el gallo de pelea que seguía alimentando en la miseria, porque tampoco a él le llegaba la pensión que acudía a buscar al correo. En una sociedad opulenta, ¿cómo iban a entenderse los dramas cotidianos de Lázaro o del Coronel? Ahora, cuando el hambre se hace presente en nuestras ciudades, lo entendemos. Me refiero a las sombras nocturnas que hurgan en los contenedores en busca de comida, quizá para llenar el táper de la hija o la nieta con la basura encebollada. Miguel Hernández, el autor de las “Nanas de cebolla”, advirtió en otro poema: “Por hambre vuelve el hombre sobre los laberintos / donde la vida habita siniestramente sola. / Reaparece la fiera, recobra sus instintos, / sus patas erizadas, sus rencores, su cola”. Esta victoria del instinto ciego de la naturaleza sobre la humana razón y la bondad humana podría tener consecuencias temibles para la civilizada Europa. Lo hemos visto en las feroces guerras africanas, donde el hambre guiaba los brazos que sostenían los machetes. ¿Es inocente el sistema que propicia la barbarie? Antonio Gamoneda, en una entrevista en la que comenta la concesión del Premio Nobel de la Paz a la Comunidad Europea, contesta a esta pregunta: “La imposición de la pobreza, el hambre y la enfermedad son crímenes sociales(…)porque la paz no es únicamente la ausencia de enfrentamiento bélico”. A lo largo del siglo XX, la izquierda había aliñado el hambre de pan con el hambre de justicia. Así humanizó el ansia de los parias hasta convertirla en promesa de un mundo mejor para todos. Y el sistema capitalista ofreció el consumismo también a la clase trabajadora. Pero ante el fracaso de la utopía comunista, el capital ya no tiene necesidad de repartir el sobrante, y el mercado financiero ha vuelto a enseñar sus fauces devoradoras. Esto sucedía mientras la socialdemocracia seguía saboreando el menú de la nouvelle cuisine, con sus colegas del consejo de administración. Sin embargo, los hombres necesitan hoy más que nunca recibir una carta con la receta para vivir en este mundo desolado. “Pues sepa vuestra merced…”, nos escribe a cada uno Lázaro de Tormes. Su lectura no saciará el hambre de pan ni de justicia, pero al menos seguirá alimentando al gallo de pelea que cada uno lleva dentro y que simboliza la dignidad humana.