Decían que estas navidades se iban a vender muchos libros, pero no parece que la crisis haya producido el retorno anunciado a la costumbre de leer. Quizá lo que existía era la costumbre de amontonar volúmenes para cuando llegara el tiempo del sosiego. Y como las estanterías estaban abarrotadas, no se siente la necesidad de comprar nuevos libros. Aunque lo que verdaderamente ilusiona no es tanto lo que se va a leer como lo que se ha leído. De esto son prueba los comentarios de mis ex-alumnos: cuantos más años pasan, mayor es su entusiasmo por los libros que, enfrentándome a sus airadas protestas, les hice leer. Como todos los misterios, éste seguro que tiene su explicación, aunque a mí se me escape. Solo hay una inmensa minoría que disfruta de la lectura como experiencia presente, actual. Quizá es un placer de carácter retroactivo: no gusta leer, pero gusta haber leído. Muy distinta es la experiencia de los lectores empedernidos, que no piden otro beneficio a la lectura que su mismo disfrute. A esa inmensa minoría de lectores se les va la vista hacia la letra impresa como a los viejos verdes cuando ven pasar a las quinceañeras. Aunque sea remota, internarse en sus páginas siempre comporta una esperanza. El mayor representante de esa rara avis fue Petrarca, que, al contrario de los enamoradizos inconstantes, siempre permaneció fiel a sus dos amores: Laura y los libros. Como buen enamorado, con ambos y por ambos vivió y murió. Porque todos afirman que los libros ayudan a vivir, pero casi nadie repara en que también acompañan en la hora de la muerte. A mí siempre me llamó la atención el comentario de mi madre, que contaba perpleja cómo mi abuelo hacía que le leyera a Julio Verne en el lecho de muerte. Aquel militar de Infantería, que no había separado los pies del suelo, no quiso dejar la vida sin haber dado la vuelta al mundo y haber visto la Luna con sus propios ojos, antes de bajar al centro de la Tierra. ¡Qué cosas! Todo esto lo cuento para hilar con el tema de Petrarca, que murió mientras estaba leyendo. Inclinado hacia el libro, se introdujo en su último sueño. Nada raro en alguien como él, que amaba de veras los sueños imposibles. A Laura la amó desde el primer día, aura en su nimbo de juventud resplandeciente, con la tristísima hermosura del laurel regado con lágrimas de Apolo. Solo a ella le cantó “in vita”, pero los mejores versos de su “Cancionero” son los poemas “in mortem”, aquellos que le escribió cuando Laura ya le mostraba desde el Paraíso el aura de su futuro amanecer. Seguro que era eso lo que leía cuando ella le vino a buscar. Entonces vio el bello rostro de la muerte– al menos eso es lo que afirma en su último “Triunfo”, la obra que acababa de concluir- . “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, decía Cesare Pavese, barruntando esa misma mirada terrible y seductora. Y esos ojos son los que nos miran desde los libros pasados, presentes y futuros. ¡Ojalá que ella nos encuentre enfrascados en la lectura, igual que a Petrarca; presos, como el genio de la lámpara de Aladino, entre las rejas de los renglones de los libros amados!. ¿Que por qué me pongo hoy tan melancólica? Quizá porque aún resuenan en mis oídos los acordes del villancico que cantamos ayer: “La Nochebuena se viene/ la Nochebuena se va/ y nosotros nos iremos/ y no volveremos más”. Sólo ellos vuelven, solo ellos nos abren las puertas al más allá impreso, que representa el triunfo sobre la fugacidad incluso de la palabra nunca dicha. ¡Ojalá disfrutemos algún día del segundo de eternidad que nos ofrecen, distintos cada uno y juntos todos, los libros que leemos, que habremos leído!