¿Cómo olvidarlo? En mi primer viaje en avión, a principios de los sesenta, coincidí con un grupo de treinta y seis judíos ortodoxos. Los conté uno a uno porque no daba crédito. Ya saben: de negro, con sus sombreros y sus bucles. A mí, entonces, como tenía tan poco mundo, me daba la risa. Igual de ridículo me parecía el atavío de los sacerdotes cristianos ortodoxos, con sus escafandras de astronauta enlutado. No me ocurría lo mismo con los curas católicos, aunque llevaran todavía coronilla y sotana. Sin duda la costumbre automatiza la percepción, y hace que consideremos normal lo más extravagante. Hace unos días, sin embargo, viendo cómo entraban en la Plaza de San Pedro los cardenales del cónclave, con sus faldones negros abotonados y sus bonetes grana, me asaltó de repente la misma sensación de vergüenza ajena que en mi primer viaje en avión. ¿Cómo no ven estos prelados lo lamentables que resultan de esta guisa? ¿Influye en su ceguera que casi todas las religiones segreguen a las mujeres a un lugar subsidiario? Quiero pensar que sí, que una mujer, tras mirarse al espejo, se negaría a salir a la calle con tan ridículo atavío. Quizá les parezca frívolo que utilice estos argumentos para criticar a la Iglesia, pero, ¿qué se puede esperar de una organización que, en pleno siglo XXI, margina a la mujer de manera tan descarada? Y no me vengan con que el asunto afecta solo a los católicos practicantes, porque los informativos nos marean a todos, y a todas horas, con el cónclave y con sus fogatas. ¿No es un insulto para todas las mujeres del mundo que en Afganistán no dejen a las niñas asistir a la escuela? Pues lo es también que las mujeres no puedan ejercer el sacerdocio por más santas que sean. Ambas situaciones tienen un mismo origen: el machismo puro y duro. Y no me vengan tampoco con el argumento de que por algo eran hombres los doce apóstoles, porque, por la misma razón, el cargo de obispo debería estar reservado para los pescadores, y el Papa debería ser hijo de un carpintero. La falacia se sustenta en que a las tres personas de la Santísima Trinidad se les atribuya vulgarmente el sexo masculino. ¡Tres personas distintas y ninguna de ellas mujer! Pues sí, como en las cenas de hombres que organizan los palurdos, como en los consejos de los ayatolás, así se comportan los prelados de casi todas las iglesias habidas, ¿y por haber? ¿Que a miles de católicas se les haría raro ver a una mujer diciendo misa?, ¿que miles de católicas están satisfechas de ser marginadas? Apuesto a que miles de mujeres afganas aseguran sinceramente que no quieren quitarse el burka y que se sienten protegidas dentro de su cárcel textil. A lo mejor a algunos les parece escandaloso esto que digo. A ellos les dedico los versos con los que Benedetti terminaba su poema “Si Dios fuera mujer”: “Ay Dios mío, Dios mío/ si hasta siempre y desde siempre/ fueras una mujer/ qué lindo escándalo sería,/ qué venturosa, espléndida, imposible,/ prodigiosa blasfemia”. Sí, este escándalo sería mucho más lindo que los que asolan cada día a la Iglesia de un tiempo a esta parte. Ayer, viendo entrar a los cardenales en la Capilla Sixtina, pensaba que el Espíritu Santo lo va a tener crudo para elegir entre este rebaño. Pero lo que está claro es que quien salga elegido, si es que quiere que nos lo tomemos en serio, deberá terminar con el escándalo de la segregación de la mujer en la Iglesia Católica. Así sea.