¿Tendrá algún significado que hayan muerto a un tiempo Sara Montiel y Magaret Thatcher?. Así ha sido, aunque halla entre ambas la misma distancia que entre el agua y el vino. No voy a ocultar la profunda antipatía que profeso a la Dama de Hierro, y el respeto y cariño que tengo por la la Dama de Carne y Sueño, primera siempre, que fue y será Sara Montiel por los siglos de los siglos. Al entierro de la mandona inglesa, “la roba-leches” –así la llamaban porque su primera medida política fue suprimir la leche que daban a los niños en las escuelas públicas- acudirán todas las autoridades europeas; a aplaudir el féretro de la madonna española, el pueblo de Madrid, nada menos. Me refiero a los madrileños, no a las autoridades, pues la manchega Cospedal, la ex-presidenta Aguirre y la alcaldesa Botella, por muchas peinetas que se pongan, harían mejores migas con la ex-gobernanta británica que con la miliciana del cuplé y la emperatriz de las violetas, porque ambos títulos se merece Sarita Montiel. Mientras la veo mirar en “Locura de amor”, con sus ojos de Venus, mientras la oigo cantar en “El último cuplé”, con sus labios de Afrodita, me pregunto si tendrá razón Góngora cuando advertía a una joven bellísima que un día la muerte arruinaría para siempre su hermosura, convirtiéndola en recuerdo de la nada misma. ¿Recuerdan su rimada advertencia?: “goza, cuello, cabello, labio y frente/ antes que lo que fue en tu edad dorada/ oro, lilio, clavel, cristal luciente/ no solo en plata o vïola troncada/ se vuelva, mas tú y ello juntamente/ en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. Tenga o no tenga razón el poeta cordobés, Sara Montiel disfrutó cuanto pudo en este valle de lágrimas, mientras aprendía a leer en los brazos de León Felipe y practicaba el inglés en los de Gary Cooper. Porque esa mujer, que no era nada inmaculada –todas las manchas adornaron su vida desde su nacimiento en Campo de Criptana- estaba igual de hermosa y de feliz -¡Beatus illa…!- con los hábitos que le puso Mario Camus que con las plumas del cabaret, fumando el pipa. Cuentan que Antonia, la hermana de Elpidia, vivió como besaba, con pasión, como si fuera esta noche la última vez. Y eso se habrá llevado al más allá, junto a algunos secretos de lo más jugosos, que harían enrojecer al mismo Góngora. ¿Entrará con ellos al Paraíso? Quizás, quizás, quizás. Yo diría que sí, que San Pedro ya luce una violeta en el ojal, ¿cómo no se iba a rendir ante la violetera virtuosa, de ojos alegres y de faz risueña, la que mejor podría entonar los versos del Magnificat: “El Señor hizo en mí maravillas/¡Gloria al Señor!”. Pero no, bien pensado, esta simbiosis milagrosa entre Aldonza Lorenzo y Dulcinea del Toboso –las dos convivían en la nena del cuerpo glorificado- no se convertirá nunca en inmundicia sin memoria y sentido. Yo diría mejor que fue Quevedo quien escribió el soneto que la corresponde. Me refiero a “Amor más allá de la muerte”, ese que termina afirmando el poder la pasión ardiente sobre la nada frígida: “Alma que a todo un dios prisión ha sido,/ venas que humor a tanto fuego han dado/ médulas que han gloriosamente ardido,/ su cuerpo dejará, no su cuidado,/serán ceniza, mas tendrán sentido,/ polvo serán, mas polvo enamorado”. Y Sara, deshojando un clavel en su boca divina, se ríe y le contesta el viejo verde de los anteojos: quizás, quizás, quizás…