“Locus amoenus”, así lo llamaban Teócrito y Virgilio, al paraje agradable que nos ofrece la naturaleza. El lugar ameno era un trocito de Paraíso, rescatado de este valle de lágrimas: tranquilidad y hierba fresca, árboles que den sombra y el canto no aprendido de los pájaros. En un jardín tan agradable como este, contaron sus relatos los narradores del Decamerón, pues el locus amoenus invita tanto a la meditación como a la charla. En otro lugar ameno, a la orilla del Tajo, los pastores de Garcilaso se hacían confidencias, mientras las ovejas escuchaban sus cuitas: “Corrientes aguas puras, cristalinas,/ árboles que os estáis mirando en ellas, /verde prado de fresca sombra lleno, /aves que aquí sembráis vuestras querellas…” ¿Puede existir un locus amoenus en una ciudad hostil como Valladolid? Ya sé que están esperando que conteste que no, pero –mira por dónde- esta vez se equivocan. Sí que lo hay. Y está en pleno centro, no a la orilla del Tajo, sino en la rivera del Pisuerga. No se disfruta allí de la compañía de las ovejas, como en la poesía bucólica, sino de la de los perros que corretean tan felices como los que habitaban el Edén. No, no lo he soñado. Y no me refiero tampoco a la parcela privada de una urbanización carísima, de esas en donde se refugian los políticos que temen los escraches. Les estoy hablando del parque canino que usted mismo se encontrará si baja a las Moreras, a la altura de la Plaza de Tenerías, al lado de la caseta y presidido por la secuoya centenaria. Es verdad que no hay banco donde contar cuentos ni fuente de aguas cristalinas, pero hay algo de hierba y unos cuantos olmos y castaños de Indias, y sobre todo libertad para que los perros, obligados a ir atados con sus correas infames, correteen alegres; y tranquilidad para que sus amos los contemplen sin el temor a las cuantiosas multas con las que, en el resto de la ciudad, les amenazan lo municipales. El locus amoenus corresponde al periodo renacentista, cuando la cultura teocéntrica cristiana, que consideraba la vida como un breve camino de sufrimientos, es sustituida por la cultura humanista, que entiende el mundo como un paraje agradable, con recodos amenos, hechos a la medida de los seres humanos. Da que pensar que sea el parque canino el rincón más humano de la ciudad de hoy, que sea el lugar acotado a los animales el único donde el hombre no se comporta como la bestia contra el hombre, mientras los brutos disfrutan en su inocente merodeo. Allí se dedican a labores tan inofensivas como olisquear hierbajos, correr detrás de un palo o de una pelota o jugar con una botella de plástico vacía. Y detenerse, de trecho en trecho, a mirar hacia el más allá, moviendo el rabo, mientras se escucha el canto de un pájaro cercano, o a revolcarse en el suelo, lamiendo orejas y pezuñas. No son grandes cosas, pero son las suficientes para que haya un oasis en el desierto urbano. Se lo recomiendo, es gratis, como lo es el aire y como debería ser la tierra entera. Hoy es esta reserva que nos han acotado, rodeada de vallas de madera, la que nos permite respirar tranquilos. Esperemos que el hombre tarde en convertirla en un muladar de cristales rotos, trifurcas, prohibiciones, envases y porquería por doquier. Ese día buscaremos otro locus amoenus donde comentar lo sucedido, mientras los perros nos contemplan perplejos, sin entender por qué sufrimos tanto los humanos, en días primaverales como estos, cuando el sol sale para todos y a todos nos bendice con su amena caricia.