La palabra proletariado designó desde su origen a los que no tenían otra riqueza que su prole. Eso lo aprendimos en las clases de latín. Marx definió al proletariado de la sociedad industrial, alienado frente a la burguesía, reducido a mera fuerza productiva. Pero el proletariado fue desapareciendo mientras se convertía en propietario y caminaba de la mano de la burguesía por la sociedad de consumo. Hoy ha cambiado el panorama, como ustedes saben, y existe otro proletariado aún más desposeído, cuya única riqueza, su fuerza de trabajo, ya no se valora en el mercado. Significa el paso del capitalismo industrial al financiero. “Cristales rotos” de Víctor Erice, que se proyectó en la Semana de Cine de Valladolid hace unos días, explica todo eso y mucho más por medio de los rostros de los obreros de una fábrica de tejidos portuguesa fundada a mediados del Siglo XIX y cerrada en 2002. Como Lázaro surgiendo del rescoldo de la hoguera del presente, el rostro del proletariado se presenta ante los espectadores, iluminado por el resplandor de la memoria. Uno a uno desfilan los que son todos los obreros y obreras del mundo. Digo que “son” porque no representan, porque están ahí, expresando la autenticidad de sus vidas. Dicen su nombre, explican sus recuerdos y nos hablan brevemente de sus fortunas y de sus adversidades. Una enorme fotografía, que todavía preside el comedor de la fábrica abandonada, es la imagen que le sirve a Erice para revelarnos que la alienación de aquel proletariado no fue perfecta, pues siguieron conservando los cuerpos y las almas que llenan la pantalla. No creo que exista forma más efectiva, ni política ni poéticamente, para explicar el paso de la era de la explotación del hombre por el hombre a la era de la especulación neoliberal, en la que el ser humano ha sido sustituido por el número, una era en donde ya no hay rostros que retratar ni voces que escuchar, ni máquinas que saber utilizar ni productos que fabricar. Algo semejante, desde el punto de vista de los empresarios, nos cuenta Eduardo Nesi en la novela titulada “La historia de mi gente”, que también trata del fin de las fábricas de tejidos italianas, cuyos productos hoy se fabrican en talleres chinos. La diferencia es que, como Nesi era empresario, vendió su fábrica y publicó un libro que ha sido un éxito editorial. Los obreros no escriben novelas y, por tanto, no tienen nada que vender. Pero los sistemas económicos nunca son perfectos, por eso siempre existe la esperanza de que sea posible destruirlos. Al nuevo capitalismo financiero lo hacen vulnerable obras como las de Erice, que es capaz de mostrar la sencilla grandeza del proletariado, incluso en la derrota y el declive absoluto. Gente que, sin tener nada, sigue representando el soplo de la creación junto a las máquinas dormidas. Sus palabras tienen el poder de hacernos recordar incluso lo que no vivimos. Se palpa la fatiga, pero también el deseo incansable. Mientras las mentes anónimas destruyen, la cámara de Erice sigue construyendo, aunque sea sobre cristales rotos, sobre vidas heridas e ilusiones tronchadas. Aún hay esperanza, nos dicen esas voces que representan a la Humanidad entera. Todos somos proletarios, pero no somos parias. Aunque lo perdiéramos todo –dinero, propiedades- por ser eres humanos, seguiríamos teniendo mucho que perder.