En la vida se dan casualidades que, si formaran parte del argumento de una novela, parecerían fruto de la ficción. Voy a escribir una columna homenaje a Proust, para celebrar el comienzo de su búsqueda del tiempo perdido. Miro las últimas noticias, ¿y qué me encuentro?: la memoria protagoniza varias informaciones que no tienen relación entre sí. Esta misma semana celebran “El día de la memoria” en el País Vasco, mientras los familiares de las víctimas de los atentados ven defraudadas sus esperanzas de que se haga justicia. “Una sociedad nunca será libre si se olvida de su memoria”, dice Maixabel Laza, ex responsable de la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo, en relación al hecho de que el Tribunal de Estrasburgo haya tumbado la “doctrina Parot”. A la vez, en Bruselas, la vallisoletana Julia Merino cuenta ante la “Comisión de la Verdad” cómo fusilaron a su padre durante la Guerra Civil, y defiende el derecho a que las víctimas de aquella matanza generalizada puedan ser enterradas como seres humanos. Airear ambas injusticias es rechazado por las conveniencias políticas y por los que consideran que al amnesia es la mejor medicina para la convivencia. ¿Se imaginan que les dijeran a los descendientes de los judíos gaseados por los nazis que no investigaran los hechos para no abrir heridas? La fidelidad de quienes no olvidan es una prueba de la resistencia humana y de que la verdad acaba venciendo a la mentira. ¿No es éste el mejor alegato no a favor de la venganza sino de la justicia? Proust comenzó su obra cuando, al percibir el aroma de una magdalena, vio desfilar los sucesos de su vida como si se tratara de un tiovivo. La grandeza de su escritura consigue que sucesos banales nos produzcan a sus lectores una emoción artística indecible. Todavía es más indecible la emoción que nos produce escuchar el relato de ancianos que no olvidaron el rostro de su padre cuando lo vieron de niños por última vez. La tenacidad del recuerdo ennoblece, por eso se entiende que los familiares de las víctimas de ETA vean con escándalo la excarcelación de sus asesinos.. Quizá entiendan bien ellas cuánto han tenido que sufrir los que ni siquiera podían denunciar a los que fusilaron a sus parientes. Una de estas víctimas fue el catedrático de Física General y ex rector de la Universidad de Valladolid Arturo Pérez Martín, que fue ejecutado cerca de Santovenia en 1936. Su culpa: haber votado a favor de la expulsar de la Universidad a José Antonio Girón, el que llegaría a ser ministro de Franco, que por aquel entonces había asaltado el rectorado como venganza porque allí no se respetaban sus consignas falangistas. Después de 77 años, la Universidad rehabilitará su memoria mañana mismo. La historia de este profesor rescatado nos revela que siempre hay alguien que vuelve a poner en funcionamiento el tiovivo de la Historia. Sus asesinos habrán muerto en la creencia de que habían hecho desaparecer su nombre, pero la memoria resucita de entre los muertos cuando se la invoca con interés. Siempre habrá alguien que ofrezca su trozo de magdalena a la Historia de España y su gesto volverá a hacer presente la verdad ignorada. La labor del columnista, pensaba yo a la vista de estas noticias, debe ser esta precisamente: ligar lo disperso, y de paso hallar un sentido en lo que parece casual e inconexo. Contribuir así a que el tiovivo siga dando vueltas, y vaya y venga entre el azar y la necesidad; lograr, en definitiva, que la búsqueda del tiempo perdido no desemboque en el absurdo.