“Pobrecita princesa de los ojos azules/está presa en sus oros, está presa en sus tules/ en la jaula de mármol del palacio real”. Estos versos de Rubén Darío podrían aplicarse a las cuatro princesas saudíes, prisioneras en el palacio real de Yeddah. Con unas cuantas salvedades. La primera salta a la vista: no tienen los ojos azules, sino negros como el azabache; la segunda, no son princesas adorables de 15 años, sino cuatro mujeres más que talluditas, de casi cuarenta años la menor de ellas. Su grito de socorro, que desde hace unos días se puede escuchar en diferentes medios de comunicación, avala la teoría de que sin libertad no hay felicidad posible. Y desdice también la esencia misma de la princesa de cuento de hadas, aquella que, por la ley de la estirpe, puede hacer que sus caprichos se conviertan en órdenes. Esa princesa de coronita dorada y vestido rosa de organdí es la que desearían ser las niñas todas. Y eso hubieran sido las princesas saudíes. Pero crecieron más de lo aconsejable, su madre huyó a Londres abandonándolas en la Corte y lo peor de todo, a la menor de ellas se le ocurrió preguntarse qué era lo que sucedía más allá de las rejas de su jaula de oro. Cuando hacía sus prácticas de Psicología clínica en un hospital militar, hizo una pregunta inconveniente: ¿Por qué ingresan aquí a presos políticos a los que se les administran drogas alucinógenas? La respuesta fue contundente: se la internó junto a sus hermanas en el palacio de Yeddah. Parecería que tal situación no fuera propia de una princesa de cuento, pero, si lo piensan dos veces, tampoco las protagonistas de los cuentos disfrutaron nunca de una existencia fácil. Desde Banca Nieves hasta la Cenicienta, pasando por la Bella Durmiente, las princesas tuvieron que enfrentarse al poder de fuerzas despiadadas. Excepto la princesa del guisante, ninguna llevó una vida muelle. ¿Y qué fue de ellas tras la digestión de las perdices de la boda? El silencio que envuelve el resto de sus vidas hace temer lo peor. Así que, quién sabe si las princesas saudíes son verdaderas princesas de un cuento inconcluso, mientras hacen verdad los otros versos de Darío: “La princesa está triste, ¿qué tendrá la princesa?,/ los suspiros se escapan de su boca de fresa/ que ha perdido la risa, que ha perdido el color”. Sin sangre real, todas las mujeres maltratadas se les parecen mucho, pues todas han quedado atrapadas en la red de su propia ilusión, la de creerse elegidas por un príncipe al que terminan defraudando. Y son castigadas por ello, incluso con la muerte, como les sucedía a las mujeres del sultán en Las mil y una noches. En el cuento de La Bella y la Bestia, basado en el mito de Eros y Psique, le Bella vive feliz en el palacio hasta que contraviene la orden de su dueño: no ver jamás su rostro, pues éste solo se le aproxima en la oscuridad. Ha de vivir tras las rejas de la ignorancia, igual que la princesa de Loengrín, que no debe preguntar el nombre del Caballero del Cisne. Y todas desobedecen. Psique descubre que Eros es un joven hermoso, pero otras muchas comprueban que su príncipe amado es una bestia. Esto es lo que les ha sucedido a las princesas saudíes, que abrieron la puerta prohibida y se encontraron con la habitación de los crímenes de Barba Azul. Desde allí piden auxilio, en su cuenta de Twitter. Sea cual sea su final, su existencia trágica es digna de ser contada, como la de tantas mujeres maltratadas en el mundo entero.