En los primeros libros de Juan Ramón Jiménez se encuentran las claves de muchos de los hallazgos de su poesía posterior. Para demostrarlo, voy a fijarme en la figura del doble, que recorre toda su obra. Yo no soy yo, soy este/ que va a mi lado sin yo verlo/ que, a veces, voy a ver,/ y que a veces olvido./ El que calla, sereno, cuando hablo/el que perdona, dulce, cuando odio,/ el que pasea por donde no estoy,/ el que quedará en pie cuando yo muera. ¿A quién no le fascinan estos versos de “Eternidades”? Pues bien, la figura del doble no aparece en sus primeros libros con un tono tan conciliador, sino con un aspecto mucho más inquietante. Leemos en “Arias tristes”: Alguna noche que he ido/ solo al jardín, por los árboles/ he visto a un hombre enlutado/ que no deja de mirarme… En “Jardines lejanos”, vuelve a aparecer el hombre enlutado, con el que llega a identificarse, aunque su aspecto sea el de un anciano de barba blanca: ¿Soy yo quien anda esta noche/ por mi cuarto, o el mendigo/ que rondaba mi jardín/ al caer la tarde…? Leyendo “Recuerdos”, un libro de memorias de J. R. Jiménez para el que me pidieron el prólogo, encontré la prehistoria de aquel mendigo enlutado, extraño y paradójicamente familiar al poeta, que aparecía en sus libros iniciales: Era un hombrecillo enano, magro, carnavalesco, iba envuelto en harapos sombríos y, en la suciedad del rostro, los ojos eran de un brillo, de un guiño, de una burla inolvidables. Cuando fui a darle una limosna había desaparecido. Y quedó en mí un frío extraño, algo así como una entrada de calentura, una inquietud moral absurda y violenta. Y el texto continúa con la descripción de otro encuentro: Pasaron los años (…) en las altas horas de la noche de Madrid, el hombrecillo enano, magro y carnavalesco abrió la portezuela. Brillaron los ojillos fijos y burlones. Vaciló un instante, con el mismo frío de la otra vez, bajé del coche y miré. Había nevado y la luna añadía plata azul a la plata blanca y fría. Ni una sombra de hombre. ¡Nada! Y termina: Aún no ha llegado la tercera vez. Pero yo sé que llegará, que es inevitable. Esa tercera aparición es, sin duda, la que le espera en el momento de la muerte. En otro fragmento, el poeta se preguntaba: ¿El hombre ese siempre era el cochero? Y yo me pregunto: ¿Acaso el cochero será la imagen urbana de Caronte? La seguridad de que inevitablemente volverá a presentarse el doble siniestro proviene de su certeza de que cualquier acontecimiento significativo se presenta antes o después en el texto. Pero la experiencia de la vida no se traslada al poema de manera automática, sino que sufre siempre una metamorfosis. Lo que nos muestran los poemas citados no es al hombrecillo mismo, sino la perturbación que produjo su presencia en la psique del poeta. Lograr que el texto opere como talismán contra este doble inquietante, que es la imagen misma de la muerte, será desde entonces la tarea de juan Ramón Jiménez. Y lo conseguirá, en la etapa de su “poesía desnuda”. Entonces ya no tendrá que refugiarse en la fantasía y el ensueño para huir de una realidad destructiva, sino que el descubrimiento de la “realidad invisible” hará de la tarea del poeta una forma de desvelamiento de la vida escondida, presente en el mundo de las cosas cotidianas. Es en esta realidad nueva donde se encuentra con su doble benéfico. En “Eternidades”, Juan Ramón formula en palabras su descubrimiento: el envés de la realidad visible no es un agujero negro sino un foco de luz cegadora . El poeta Tomas Carlyle decía en un texto dedicado a su padre muerto: Adiós por última vez en este mundo de sombras. En el mundo de las Realidades, ¡ojalá el gran Padre nos reúna de nuevo en perfecto amor! En ambos poetas, la realidad visible, aparente, aparece identificada con la sombra, al contrario que la “realidad invisible”, el “mundo de las Realidades”, que posee el poder de comunicarnos con la verdad luminosa. Y estas dos miradas, la de Carlyle y la de J. R. Jiménez, remiten al mito de la caverna platónica: el oscuro mendigo del jardín no era más que una sombra de la que el poeta ha de desembarazarse para desvelar la realidad total, luminosa, de su doble poético. Entonces se atreverá a hablarle a la muerte cara a cara, al darse cuenta de que vida y muerte, luz y sombra, hombre y poeta, son aliados en la búsqueda del equilibrio absoluto, Al menos esto es lo que leemos en “Cenit”, otro poema de “Eternidades”: Yo no seré yo, muerte,/ hasta que tú te unas con mi vida/ y me completes así todo;/ hasta que mi mitad de luz se cierre/ con mi mitad de sombra/ -y sea yo equilibrio eterno/ en la mente del mundo:/Unas veces, mi medio yo, radiante;/ otras, mi otro medio yo, en olvido-./Yo no seré yo, muerte,/hasta que tú en tu turno, vistas/ de huesos pálidos mi alma. Esta evidencia, la de la muerte como reencuentro con el doble añorado, es el mensaje de todos los poetas místicos, pues la experiencia mística es la experiencia de la muerte en vida: Vivo sin vivir en mí/ y con tanta vida espero/ que muero porque no muero, decía Teresa de Ávila. ¿Y cómo conciliar este misticismo con un pensamiento materialista, en el que no hay ninguna certeza de que exista otra vida después la muerte? En uno de sus últimos poemas, Juan Ramón Jiménez responde a esta pregunta, y lo hace por medio de una petición: Cuando esté con las raíces/ llámame tú con tu voz./ Me parecerá que entra/ temblando la luz del sol. ¿A quién dirige su petición de ayuda? Se la dirige a sus posibles lectores futuros, imprescindibles para que el poeta regrese desde las frías sombras de la tumba a la luz de la existencia real, carnal, plena. Ellos son los únicos que pueden evitar la mirada del hombrecillo nocturno, los que tendrán el poder de neutralizar su energía tan prosaica como maléfica. De esa manera el poeta hará realidad su deseo imperioso de existir fuera de la caverna, y mirar con nuevos ojos el mundo, finalmente libre de las cadenas de su propia sombra.
“Recuerdos. Tempo”, Juan Ramón Jiménez. Prólogo de Esperanza Ortega. Visor, Madrid,2012.