Bien, Rouco Varela la ha vuelto a armar, como se esperaba. No podía dejar pasar la oportunidad que le brindaba la muerte de Adolfo Suarez para ser protagonista de los noticiarios. Y ciertos columnistas, como yo misma, vamos al trapo. Pero algún desahogo nos merecemos entre tanta alabanza a la concordia los que somos de naturaleza levantisca. Pues sí, Rouco nos amenaza con su voz meliflua y su aspecto de cuervo disfrazado para carnavales con una nueva Guerra civil entre los españoles. Él, que impulsaba a los católicos a salir a la calle para insultar a los partidarios de que los homosexuales ejercieran su derecho a casarse. Y lo hace desde el púlpito, como sus antecesores del año 36, los que impulsaron a los españoles a participar en la Santa Cruzada contra el comunismo y la masonería, los mismos que llevaron a Franco bajo palio, en agradecimiento a los servicios prestados por el nacionalcatolicismo. Servicios que incluían fusilamientos masivos, robo de niños a las madres presas, represión a los maestros y todo tipo de desmanes sin cuento. Pues sí, señor Rouco, a usted ya le gustaría que comenzara otra fiesta de sangre como aquella, pero los españoles no queremos. No queremos ahora otra guerra como no la queríamos tras la muerte de su amado Generalísimo. No la queremos y no la habrá, se lo aseguro. Tampoco la querían ni Tarancón ni Suarez, a los que tanto se recuerda estos días. Pero que conste que la Transición se hizo más o menos tranquilamente –más o menos porque también hubo mártires, como los Guardias Civiles asesinados por ETA o los abogados comunistas de Atocha, víctimas del terrorismo de extrema derecha, por citar solo dos ejemplos- gracias a la decisión de todos los españoles a los que les horrorizaba que figuras como Rouco volvieran a dirigir nuestro futuro. Aún a costa de que los fusilados durante la Guerra civil permanecieran tirados entre los escombros, como siguen estando la gran mayoría de ellos, sin un entierro digno de seres humanos. No quisieron la guerra tampoco los sindicalistas que habían pasado por la Dirección General de Seguridad y habían padecido las torturas y la cárcel, como Marcelino Camacho. Tampoco querían la guerra los militantes de partidos de izquierda que se habían pasado media vida en prisión, como Marcos Ana, ni quisieron la Guerra los exiliados que volvían tras cincuenta años sin afán de venganza, ni siquiera la quisieron los que habían pasado por campos de concentración como el alcalde Tierno Galván. A todos ellos les debemos la “concordia” que unos pocos se atribuyen en exclusiva. Y mira que tenían razones para odiar, y sin embargo, perdonaron, porque así lo quiso el pueblo de España, una España unida contra los nostálgicos del Régimen desde Cataluña hasta el último rincón de Andalucía. Es verdad que tampoco Azaña quería la guerra, pero Azaña se equivocó al pensar que España ya no era católica, es decir, que los Roucos Varelas de entonces no tendrían tanta influencia como para desencadenar una masacre. Fue su gran equivocación, como fue la gran equivocación de la Iglesia creer que, con la Transición, se iba a olvidar quienes fueron y lo que habían hecho. No, no lo hemos olvidado, como tampoco le olvidaremos a usted, aunque desde mañana mismo dejemos de escribir sobre su persona, por mucho que se desgañite amenazándonos con todas las penas del Infierno. Hasta siempre, Ilustrísima.