En el primer artículo que publiqué en mi vida -hace ya treinta años, en este mismo periódico-, comentaba “Los santos inocentes”, de Miguel Delibes, en la versión de Mario Camus. Se acababa de estrenar la película en Valladolid. Como era mi primer artículo, lo guardé con tanto cuidado que ha sobrevivido a mudanzas y arreglos domésticos. Recordaba cómo una señora, con aspecto semejante al que yo me imaginaba que tendría Carmen, la protagonista de “Cinco horas con Mario”, elogiaba la película al salir del cine. La señora se lamentaba de lo mal que trataban a los pobres hace ya mucho tiempo. Esas cosas -decía muy ufana- ya no pasan ahora. Me invadió un súbito desasosiego ante aquel comentario. ¿Para qué sirve entonces escribir novelas, si no inquietan al lector, si no le hacen removerse indignado en la butaca? Muchos nos quedamos helados al ver al Azarías, tan desamparado, pero a aquella señora la película le había confirmado que su mundo estaba bien hecho, una vez corregidas algunas desviaciones. Seguramente caldeaba su conciencia con su abrigo de piel, hasta el punto de no darse cuenta de su parecido con la marquesa de “Los santos inocentes”. En aquel artículo me preguntaba luego quién había disparado contra la milana de cada uno de nosotros. Y hoy sigo sintiendo que la estúpida soberbia del señorito me alcanza en medio del pecho. No, no es que seamos tan santos ni tan inocentes como el Azarías, pero la pequeña parte de santidad y de inocencia que hay en cada uno de nosotros despierta cuando leemos algunas páginas de la novela de Delibes. Páginas más poéticas que narrativas, porque nos obligan a suspender la lectura y levantar los ojos, absortos en la contemplación del vuelo de los pájaros. En una entrevista reciente, Mario Camus decía: “Sin los pájaros, no hubiera sido igual. El pájaro tiene algo de desvalimiento, de libertad. Un pájaro que vuela, que va y viene, y además amaestrado. Es algo como divino, pertenece a otra categoría” ¿Quién no levanta los ojos nublados por las lágrimas cuando el disparo rompe el terso vuelo de la milana y la siente caer a sus pies? ¡Milana bonita! Caemos también nosotros en picado, heridos, conmovidos. ¡No!¡No, Señorito!, acabamos de gritar con Azarías, ¡no dispare, que es nuestra milana! Lo gritamos en silencio, mientras nos saltamos las líneas con el íntimo deseo de que el señorito por esta vez sí que nos atienda ¿O es que acaso confiamos en que el poder de la compasión va a lograr detener la bala en el aire? Algo de eso debe de haber para que leamos una y otra vez “Los santos inocentes” con la misma secreta esperanza. Ese grito es el que lanzaban todos los hombres de la tierra en “Masa”, el poema de César Vallejo. Y consiguieron su propósito, porque el poema termina con estos versos: “….les vio el cadáver triste, emocionado;/ incorporóse lentamente,/ abrazó al primer hombre; echóse a andar…”. Milanas y seres humanos abatidos, a todos ellos intenta salvar el poder restaurador de la literatura. ¿Leeremos alguna vez la página en la que la milana vuelve a posarse sobre el hombro de Azarías?. Quizá. Pero volviendo a la prosa cotidiana, sigue habiendo pobres y señoritos engreídos que andan por el mundo como si fuera su cortijo. Qué le vamos a hacer, la vida es triste. Delibes nos dejó una forma de sobrellevarla con paciencia: por ejemplo, leyendo “Los santos inocentes”.