Durante el verano se ve más. No solo suben las temperaturas, colores y perfiles se intensifican en la luz invasora. Al sentirla se abren los capullos. “Los albaricoques existen,/ los helechos existen; y zarzamoras/ y bromo existen; y el hidrógeno, el hidrógeno/ las cigarras existen; cromo/ y limoneros existen; las cigarras existen,/ cigarras, cedros, cipreses, cerebelo/las palomas existen…”, dice Inger Christensen al comienzo de su “Abecedario”. Estar ciego en verano es una desdicha que solo puede aplacarse oliendo y escuchando. Por eso los periódicos se adelgazan en agosto, sin atreverse a ensuciar el cuerpo del mundo. En muchas menos páginas, siguen contando que Pujol, que Bárcenas, que los Eres, que Escocia, que Ucrania… Nos hablan del horror que aguarda en la papelera, en donde sus páginas envuelven las compresas usadas, el pan duro y las cagadas de perro. En Irak, la red asesina decide filmar cómo cortan cabezas, para convencernos de que sí, de que existe el hacha esperando al que mete la mano en la papelera. Sí, el horror existe en todas las estaciones y su memoria enturbia el cielo de los que lo miran a los ojos, mientras las pateras arrojan al Mediterráneo cientos de cadáveres: “la bomba atómica existe/(…)yo estoy/ en mi cocina pelando/ patatas;/los pájaros/ cantan y casi/ ahogan el susurro de las hojas al viento;/ las hojas susurran/ y casi ahogan/ con su silencio el cielo,/ el cielo que resplandece,/ y la luz que casi/ desde entonces se ha parecido/ al fuego de la bomba atómica/ un poco”, continúa Christensen. Y también existe la interesada sumisión que se arrastra entre la basura, a cambio ¿de qué?. En la mujer, poseedora de un cuerpo profundo como las selvas vírgenes, esta mezquina estupidez es más incomprensible, incluso cuando la sangre todavía no ha llegado al río: ciclistas colombianas se enfundan sus camisetas y enseñan sus pubis de naylon, para servir ¿a quién?, mientras oímos a lo lejos las voces de las dos concejalas de Valladolid que montaban guardia alrededor de su alcalde, asegurando que “a ellas” las trataba muy bien León de la Riva. El ébola, Fabra, las concertinas… Debemos constatarlo, aunque nos pese de verdad, porque existe. La poesía, que en el verano hay que leer al aire libre, cuando el cielo desciende y casi se puede tocar con la mano, existe también: “hay algo extraordinario/ en la manera en que las palomas/ viven mi vida…/ que nunca sean las propias/ palomas las que con serenidad/ escriban sobre palomas…”, seguía Christensen. Sí, existen unas alas que vuelan más allá del comentario consabido, y ese vuelo sale de la pluma de algunos poetas. Como dice Scymborska: ”Otros antepasados/ podrían haber sido los míos/ y yo habría abandonado/ otro nido/o me hubiera arrastrado cubierta de escamas” Podría haber sido una babosa o podría haber sido el Toro de Vega, ayer de nuevo alanceado por aquellos que reivindican su “fiesta” con los mismos argumentos que justificarían el canibalismo. Contra ellos se escriben versos que hieren solo a quienes los escuchan a cara descubierta, sin el escudo de la vulgaridad. Este verano todo concertaba con el eco que repetía el final del “Abecedario”: “un grupo de niños busca refugio en una cueva/ contemplados en silencio solo por una liebre/ como si fueran niños en los cuentos/ de la infancia escuchan a los vientos contarles/ de los campos quemados/ pero no son niños/ ya no hay nadie que los lleve en los brazos”. Escuchar esas voces, dolernos de esa herida, sin duda ha sido un privilegio.