“Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…”, rezaba el Padrenuestro que yo aprendí. Luego lo cambiaron, ante la evidencia de que no había cristiano que perdonara ni un céntimo al vecino. Las palabras de padrenuestro se referían a la abolición de la esclavitud en Roma al llegar el cristianismo, que prohibía a sus feligreses tomar como esclavos a sus deudores, cosa común en el Imperio, en donde el aval del préstamo era la propia libertad. Ahora bien, los romanos no se cobraban un “interés” por el préstamo; ese invento, que está en la base de la usura, es el pilar del sistema establecido por el espíritu nada santo del capitalismo, tercera persona de la Trinidad actual. Estas reflexiones teológico financieras vienen a cuento de la deuda griega, que nos ha dado a los españoles un nuevo estatus: el de acreedores; pues ahora resulta que, según Rajoy, los griegos nos deben a cada uno más de trescientos euros. Hay quien ya está pensando en qué se los va a gastar, porque, por mucho que diga el Padrenuestro, nuestro ministro Guindos no piensa perdonar ni un céntimo. Lo que yo me pregunto es a qué griegos prestó España ese dinero, y en qué se lo gastaron esos señores, dado que los helenos de a pie no tienen ni para comprar el pan de cada día. Y doctores en economía hay que me contestan que nuestros gobernantes se lo prestaron a unos griegos corruptos muy amigos suyos, que dejaron a su país mano sobre mano. Ellos se lo comen y ellos se lo beben, y la factura la pagamos todos, tanto en Grecia como en España, en Portugal o en Irlanda. El fenómeno no es nuevo, Alexander Sack ya dio el nombre de “deuda odiosa” en 1927 a esta deuda–timo, y el economista Jeff King la definió como “aquella deuda externa contraída contra los intereses de la población de un país y con el completo conocimiento del acreedor”. Dado que es imposible de pagar, la deuda odiosa ha sido condonada o rebajada en muchas ocasiones. Es lo que pasó con Irak en 2003, cuando se decidió que no pagara su deuda externa con la excusa de que no debía cargarse sobre los ciudadanos irakíes una deuda que ellos no habían disfrutado y que era de la única responsabilidad de Sadam Husein: el secretario del tesoro de Estados Unidos en una reunión del G-8 consiguió que sus acreedores, Rusia y Francia, perdonaran a Irak el 80%. La única condición fue que no la llamaran “deuda odiosa”, para que no sirviera como precedente para otros países en la misma situación. Una columna no da para hablar de la Alemania derrotada tras el nazismo ni de el impago de la deuda que Cuba había contraído con España antes de su independencia, las dos condonadas por obra y gracia de las conveniencias políticas; pero cualquiera entiende que Grecia está en el mismo caso. Lo que es más llamativo es que gobiernos de países como España, ahogados por deudas odiosas, sean los adalides de la impiedad a la hora de cobrarse la presa del interés. ¿Por qué será? Sin duda porque prefieren ver a su pueblo de rodillas, reducido a la esclavitud, pagando los intereses de los préstamos de los que solo un grupo de corruptos, ya sean políticos, banqueros o altos directivos, se han beneficiado. Al representar el papel de usureros despiadados, contrae este gobierno otra deuda con todos los españoles, la de hacernos pasar ante el mundo no solo por un país de pobres, que es a lo que nos han reducido, sino por algo todavía mucho peor: un país de miserables. Conteste usted sí o no: ¿Dios debe o no debe perdonarles?