“Era una persona muy normal”, es lo que se dice de la mayoría de los que cometen atrocidades sin motivo. El último de esa lista funesta es el piloto alemán que estrelló el avión de pasajeros en los Alpes franceses. A mí este joven bien parecido me recuerda a un personaje de novela existencialista francesa. Por medio de un débil hilo argumental, los protagonistas de estas novelas representan la soledad y el absurdo de la existencia del hombre occidental, es decir, el que ya tiene satisfechas sus necesidades materiales pero experimenta una desazón indefinible al pensar que su vida carece de sentido. Antoine Roquentín, el protagonista de “La naúsea” de Sartre, es un joven soltero que ve a los demás como seres insignificantes, innecesarios, sin destino ninguno. La nausea ante su presencia se produce sobre todo cuando les observa en grupo, como hormigas que nunca se han preguntado por qué vienen y van desde y hacia el hormiguero. Escrita tras su estancia en Alemania y bajo la influencia de Heidegger, en esta novela no encontramos el mínimo esfuerzo por entender el valor social de la colectividad humana. La Humanidad, desde su atalaya individualista, semeja una masa informe. Así vería el mundo Lubitz desde el aire, como una gran maqueta en donde los seres humanos son solo puntos sin rasgos perceptibles. Insignificante y frustrado en sus mezquinas ambiciones, se sentiría dios por unos instantes al mando del avión de pasajeros, mientras tenía en sus manos el poder de la vida y la muerte. A Sartre, la angustia ante la propia contingencia le llevó a ahondar en sus reflexiones metafísicas, a Lubitz, a apretar el botón de caída en picado. Pensando en lo que puede sentir quien pilota un avión, me he acordado de Saint- Exupéry, aviador en un tiempo en que volar todavía era raro. En “Tierra de hombres” nos cuenta además lo que siente quien cae abatido. Solo en el desierto, resiste su deseo de rendirse a la muerte con una idea fija: no puede decepcionar a sus camaradas, que lo estarán buscando desesperadamente. No es verdad que el suicidio sea cosa de cobardes, se necesita valor para dejarse llevar por el instinto de muerte contraviniendo el de conservación. Pero el valor sin otros valores no tiene valor, por eso Aristóteles situaba la valentía como la última de las virtudes. Lo dice también el autor de “El principito”: “Nunca volveré a admirar a un hombre que solo sea valeroso”. Sí, se necesita valor para mantener la puerta cerrada mientras se oyen los gritos de los pasajeros y los golpes desesperados de la tripulación. Pero para ser un ser humano se necesita algo más: la conciencia de comunidad que surge cuando se mira a los ojos a los semejantes. Eso es lo que hace abrir la puerta sellada -concluyó Sartre mucho después de “La nausea”-, participar del esfuerzo solidario de la vida, sin meta ninguna, sabiendo que nuestro único sentido es esa mano del que camina al lado nuestro, y sabiendo que nadie debe romper el hilo que ha ido entrelazando desde su origen la especie humana. A Saint Exupery le salvó un beduino que le dio de beber cuando ya agonizaba: “Tú eres el Ser humano y te me apareces con la cara de todos los seres humanos, gran señor que tienes el poder de dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí, y no tengo ya un solo enemigo en el mundo” Pero hoy es muy raro encontrar a alguien que lea a Sartre y a Saint-Exupéry.