La indecencia no es propia únicamente de los políticos, aunque solo los políticos aparezcan en los medios de comunicación. En cualquier caso, los comportamientos indecentes se olvidan enseguida, como demuestra el hecho de que, al llegar las elecciones, se vuelva a votar a los corruptos. “Las personas decentes seguirán votando a los truhanes”, afirma un personaje de “Número Cero”, la última novela de Umberto Eco. Frente a este comportamiento escurridizo se sitúan los especialistas en hemerotecas, que nos enfrentan a la incoherencia de los políticos: esto decían antes, esto dicen ahora. Pero lo único que suscitan es la sonrisa del espectador, pocas veces su indignación. Por eso son las viñetas de chistes los documentos que reflejan con más asiduidad sus contradicciones. Sólo se toma en serio la indecencia en el caso de que llegue ante los tribunales. Allí sí que se guardan los datos para siempre, en interminables cartapacios, por un tiempo suficiente para que los delitos hayan prescrito cuando llegue la sentencia. Zygmunt Bauman creó la denominación de “modernidad líquida” para referirse a esta época nuestra en la que no hay nada sólido que sustente un pensamiento ético, nada que permanezca inalterable: valores, certidumbres…, tanto en las relaciones amorosas, volubles y pasajeras, como en el trabajo, donde tampoco hay compromiso alguno entre el empresario y el empleado: tiene que ser terrible recibir la carta de despido en la empresa en la que has trabajado 30 años y descubrir que te tratan como un desconocido. En “Ceguera moral”, su último ensayo, Bauman aplica el concepto de “liquidez” a la moral privada: “En una vida cuyos ritmos están dictados por guerras de audiencias e ingresos de taquilla, donde la gente está absorta en las últimas tendencias en aparatos tecnológicos y formas de cotilleo; en nuestra «vida apresurada» corremos el grave riesgo de perder nuestra sensibilidad ante los problemas de los demás”. Yo diría que, más que líquida, nuestra época es gaseosa, pues los hechos se evaporan sin dejar huella alguna. En el arte, por ejemplo, sólo se celebran las efemérides. De Cervantes interesa la mandíbula hallada en las Mercedarias 500 años después de su muerte. Por razones semejantes se habla hoy tanto de Teresa de Ávila. Pensando en ellos, me he acordado de Amelia Rosselli, autora de “La libélula”, que he traducido hace muy poco. Cuando tenía siete años, su padre fue asesinado por encargo de Mussolini. Desde entonces su vida fue un continuo peregrinar por la vida y la literatura. Su vuelo era circular, como el de una libélula. Hoy muy pocos recuerdan estos hechos que hicieron de la historia de Italia una trayectoria sin destino, también circular, sin un posible desenlace. Sus versos, sin embargo, siguen dando cuenta de su desesperado deambular en busca de solidez, de sentido: “Saber que la auténtica cima canta en un arrebato/ que tú no siempre puedes tocar: saber que cada/ trozo de tu carne lo desean los perros, tras/ la tienda de los adioses, tras las lágrimas del solitario,/ tras la displicencia del nuevo sol que casi nunca/ nunca te acompaña si estás solo”. Estas palabras, como las de Cervantes o las de Teresa de Ávila, cuando se deslizan entre los labios, acaban atrancando el desagüe. El arte es ese grumo contumaz que no se acaba nunca de diluir, que posee la solidez insolente del sentido.