Un paciente entra en la consulta: “Me duele el cuello”. Y el médico: “Ja, ja, ¡esto se cura con un degüello!”. Y continúa: “¿Tienes dinero?”. “Sí, en el ojito/ del culito/ tengo un rollito/ de 20 duritos”. Al final el médico exclama: “Te maté, ¡puñetero!, te maté/ una dos y tres/ ¡al barranco con él!”. El médico es don Cristóbal, un viejo verde, rico, avaro, violento, mentiroso, bruto, feo como un coco… Es un personaje de carnaval, periodo en que está permitida la inversión de los valores dominantes. Por eso los carnavales nunca gustaron ni a la Iglesia ni al poder civil, porque todo carnaval es antisistema, no respeta ninguna autoridad, ni curas, ni jueces, ni guardias, ni políticos… En la obra citada, canta la joven Rosita: “Yo me quiero casar/ con un arzobispo/ con un general/ con un borriquito/ que lo mismo da”. Pero les voy a contar el argumento completo del “Retablillo de Don Cristóbal”, que es como se titula la obra: el viejo Don Cristóbal se quiere casar con Rosita. Su madre se la vende por un montón de duros y Rosita le pone los cuernos con cuatro mocitos. Asistimos al parto de los cuatro bebés de Rosita, a los que el celoso Cristóbal golpea con su cachiporra cuando van saliendo al mundo, y luego los arroja al abismo del guiñol. Don Cristóbal no deja títere con cabeza, pega a la suegra, pega a Rosita y a todo bicho viviente que se le pone delante, incluso a Gil Robles, por demócrata, para que escarmiente. Y la obra termina en una orgía de risas y palos, donde viejos y niños ríen por igual. ¿Conocen al autor de esta obra tan políticamente incorrecta? Federico García Lorca, nada menos. Sabedor él mismo de que los hipócritas puritanos menosprecian el género, dice por boca del Director del guiñol: “entre los ojos de las mulas, duras como puñetazos (…) estallan con alegría y encantadora inocencia las palabrotas que no resistiríamos en los ambientes de las ciudades, turbios por el alcohol y las barajas”. ¿Estaría hoy Lorca en la cárcel si hubiera representado en Madrid su Retablillo? Sin duda, si le hubiera tocado el juez que ha encarcelado a los titiriteros de “La bruja y don Cristóbal” -y con él Manuel de Falla, que no podía tenerse de risa cuando asistía a las representaciones de marionetas-. Este juez de cachiporra ni siquiera ha esperado al entierro de la sardina para acusarles de incitación al odio por “las numerosas escenas violentas tales como el ahorcamiento de un guiñol vestido de juez, el apuñalamiento de otro vestido de policía y la violación de otro vestido de monja”.. Sí, yo soy de las que piensan que, tal como está el patio, con la jauría de lobos cada vez más cerca de la puerta del Ayuntamiento, lo prudente hubiera sido que los carnavales madrileños hubieran tomado como modelo la fiesta de fin de curso de un colegio de ursulinas. Y ojalá el juez de la cachiporra hubiera actuado con igual diligencia contra ese magistrado tan próximo al gobierno, al que pillaron en moto, cuando regresaba beodo de una despedida de soltero, así estaríamos seguros de que no le va a tocar a él juzgar a los titiriteros. Aunque puestos a pedir, lo mejor sería que les tocara una jueza benevolente, como aquella que no vio nada raro en que sus compañeros de partido destruyeran a cachiporrazos los ordenadores de Bárcenas. No, miento, lo mejor sería que los que ondean su cachiporra fuera del guiñol -¡Dios nos libre!- entendieran que “las palabras chabacanas adquieren ingenuidad y frescura dichas por los muñecos del carnaval”. Pero estas son palabras de poeta, que solo se entienden cuando las escuchan oídos inocentes.