Ayer, mientras escuchaba en la radio un programa sobre la liberación de París de la ocupación nazi, me llamó una amiga indignada. Se quejaba de una impostura de la que había sido objeto. No sé si era un trabajo que le habían robado o un premio que alguien había recogido en su lugar o qué otra trapisonda de las que suceden a diario. Le dije, por si le servía de consuelo, que lo suyo era pecata minutita si lo comparamos con lo que les sucedió a aquellos primeros soldados que entraron en París. Hoy todo el mundo sabe que llevaban apellido español, pero durante mucho tiempo sus nombres fueron impostados por los de los oficiales franceses que, habiendo entrado detrás de ellos, recibieron los honores sin haber tenido que arriesgar sus vidas. Siempre hay alguien detrás que acude a cosechar lo que otros han sembrado. En la Historia de la Literatura, el caso más notorio es el de Fernández de Andrada, al que robaron su “Epístola moral a Fabio” otros poetas, hasta que Dámaso Alonso descubrió su autoría después de tres siglos. Yo diría que la personalidad del impostor es más patética cuanto menos importante es el mérito que pretende atribuirse. ¡Perder la vergüenza por algo tan nimio como la anécdota que me cuenta mi amiga! Escuchándola he recordado “La condecoración” de Chéjov, un relato en que dos pobres diablos acuden a un banquete con medallas prestadas en la solapa, tratando de impresionar a sus vecinos. Imagino las maravillas que hubieran hecho estos personajes si hubieran podido contar con la técnica del foto choc. Se hubieran situado en la Academia Sueca a punto de recibir el Premio Nobel o en la ceremonia de los Oscar, sonrientes, con sus estatuillas en la mano. El impostor es un ser tragicómico del que Molière hubiera realizado una buena caricatura. La psicología afirma que su personalidad proviene de una carencia afectiva en la infancia. Al no haber sido un niño querido, el impostor trata de ser aceptado suplantando a los otros, pues nunca llegará a confiar en su capacidad para realizar hechos meritorios. Por eso en su personalidad siempre hay algo pueril, que produce vergüenza ajena al que lo descubre. Un bochorno semejante al que sentimos al ver la fachada de la casa de alguien que ha colgado un escudo ajeno haciéndolo pasar por el de sus antepasados. Porque los impostores nunca llegan muy lejos y, si lo hacen, acaban por regresar un día con el rabo entre las piernas. Puede que nadie se lo diga a la cara –algunos tienen poder y son incluso peligrosos- pero es difícil que silencien los comentarios. Mi amiga, con estas reflexiones, parece mucho más calmada. ¿Sabes? –me dice- yo lo único que no les perdono es que me impidan celebrarlo, que enturbien la alegría del reconocimiento. ¿Y por qué no lo vas a celebrar? Esa es la única manera de apropiarte lo que es tuyo. De todo lo que nos pertenece, lo verdaderamente auténtico, lo que no se puede fingir es la alegría. Los impostores son incapaces de compartir con los demás un entusiasmo que no es propio. Sus horas más dulces se ven empañadas por el aliento turbio de la amargura. Hoy han puesto una placa en París con los nombres de los verdaderos libertadores de la ciudad. Se llamaban Martín Bernal, Moreno, Monto, Campos y Domínguez. Sus descendientes se sentirán satisfechos. Ninguna placa, sin embargo, podrá expresar la satisfacción de aquellos españoles que se supieron capaces de sembrar la libertad a su paso.