Hace dos años que murió Gabriel García Márquez y cincuenta que murió María Moliner. Sus nombres se entrelazan en mi memoria al recordar la necrológica que el escritor colombiano dedicó a la autora del mejor diccionario del español en 1981. Los dos murieron víctimas una enfermedad que mermó su capacidad intelectual, con el resultado de una patética pérdida de memoria. Pero María Moliner no fue una escritora sino una estudiosa de la lengua, y García Márquez no sabía de lingüística nada más que lo justo para poder escribir una de las novelas más grandes del Siglo XX. María Moliner tuvo que salvar más obstáculos que la mayoría de las mujeres, desde su primera juventud, cuando su padre abandonó a la familia. Se dedicó entonces a dar clases particulares para sacar a sus hermanos adelante. Así que trabajó y estudió al mismo tiempo durante toda su vida, y cuando dejó de cuidar a sus hermanos comenzó a cuidar de sus hijos. Estudió el bachillerato por libre y después la carrera de Filosofía y Letras, con unas calificaciones excelentes. Pero fue el recuerdo de las lecciones de Américo Castro lo que le llevó a interesarse por la Lengua. Fue bibliotecaria y archivera, y la “manía” de escribir un diccionario le entró muy pronto, como forma de aprovechar las horas libres en la Biblioteca. Aunque el diccionario lo acabó haciendo en el cuarto de estar de su casa, que es dónde suelen hacer las mujeres las cosas más grandes. ¿Y por qué un diccionario? Porque se daba cuenta de las deficiencias del Diccionario de la RAE. Los lectores también sabíamos que el diccionario de esta señora era mucho mejor que el que habían realizado aquellos 28 vetustos académicos, de eso te dabas cuenta en cuanto buscabas una palabra. No cabía duda, María Moliner le daba cien vueltas a ese alfabeto torpón, de trajes, corbatas y camisas almidonadas. García Márquez opinaba lo mismo, por eso fue a ella a quien quiso conocer cuando vino a España, ya novelista de éxito, en vez de ir a visitar a los reales académicos. En la Academia María Moliner no tenía muchos adeptos. No la aceptaron cuando nada menos que Dámaso Alonso, Rafael Lapesa Y Laín Entralgo propusieron su entrada en 1972. Allí María era una intrusa, por mujer y, según dijeron, por su escasa formación filológica. ¿Sabrían esos vetustos eruditos el significado de la palabra filólogo? O no lo sabían o se les había olvidado que filólogo significa amante de las palabras, y que no ha habido en toda la Historia de España, desde Nebrija, nadie más enamorado de su lengua que María Moliner. Aunque también es cierto que María había participado en las Misiones pedagógicas de la ILE y que ella y su marido eran “rojos” y como tales habían sido degradados en sus profesiones durante los primeros años de la Dictadura. Lo curioso es que María Moliner se comportó ante la Academia con una indiferencia y desapego propios más de una creadora que de una estudiosa. Pensaba, seguramente, que figurar en la Academia no merecía tanto esfuerzo ni tanto entusiasmo, igual que lo pensaba García Márquez y lo han pensado siempre tantos escritores empujados a formar parte de ese “selecto” club más que a regañadientes. Porque hubo un tiempo en que los escritores no se peleaban por llevar esmoquin y pronunciar discursos con medallas al cuello. Y ese fue el tiempo de María Moliner y de García Márquez.