“Nube negra” parece el nombre del gran jefe apache pero no lo es. Es el título de una columna sobre el tema de la nube de humo que se cierne sobre la tierra que está entre Valdemoro y Seseña, justo al lado de una “famosa” urbanización que el Pocero levantó en medio de la nada. Él recuerda aún el primer día que llegó allí en el autobús de la Constructora, lo recuerda mientras otro autobús les aparta de aquel sueño dorado que resultó ser la más negra de las pesadillas. Les mostraron un terreno baldío, al que, según ellos, iban a llegar pronto los servicios municipales, gratuitamente, claro. El precio de los pisos era bueno y, aunque la distancia de Madrid fuera grande, ofrecían un lugar para regresar, tras las largas jornadas laborales. A su mujer le pareció bien, ella posee una facilidad inaudita para imaginarse cómo serán las cosas que ve dibujadas en una cartulina. Y es optimista por naturaleza. Quería vivir en un lugar saludable, donde el niño no tratara con camellos y gente de tal calaña. Eso, una cooperativa, lo ideal. Y allí esperaron hasta que incluso los más estúpidos se percataron de que les habían tomado el pelo. No había autobús, ni agua ni luz. Estaban ellos solos, los cooperativistas del Pocero, en medio de la nada, como si el mundo no existiera. Eso lo dijo el niño, que ya apuntaba maneras de intelectual. Pero acabaron consiguiendo hacer de aquel lugar inhóspito un hogar habitable –más o menos-. Como Robinsón Crusoe, decía el niño, divertido. Al poco de instalarse, vieron aquel montículo de neumáticos que iba creciendo y creciendo. Es el excremento de un monstruo, dijo el niño, que ya estaba escribiendo su primera novela. Y el monstruo siguió arrojando su detritus, hasta que el montículo se convirtió en un bosque de goma negro, de neumático gastado, polvoriento y hediondo. El niño dijo que aquella montaña gigantesca acabaría por devorarlos un día. Y acertó. El domingo, al amanecer, la nube negra ascendía hasta el cielo por encima de ellos. Su mujer se estaba frotando los ojos enrojecidos, pero no se quejaba, solo pensó en su hijo, que podría intoxicarse con el humo. Menos mal: el niño –así le seguían llamando aunque ya tuviera 23 años- no había venido a dormir. Ellos se aprestaron a ocupar dos asientos en un autobús semejante al que les había conducido allí por primera vez. Ayer fue de la Constructora, hoy era del Ayuntamiento el que les invitaba. Antes de salir, ella había pasado por el cuarto del niño para comprobar que la ventana estaba bien cerrada. Había un libro abierto sobre la mesa. Se puso a leer lo que decía: Mi salud se vio amenazada. Me invadía el terror. Caía en sopores de varios días, y una vez levantado, continuaba con los sueños más tristes. Estaba maduro para la muerte, y por una ruta de peligros, mi debilidad me conducía hacia los confines del mundo y de la Cimeria, patria de la sombra y los torbellinos. ¡Qué chico! Cómo leería aquellas atrocidades. Volvió la página para ver la portada, el libro se titulaba “Una temporada en el Infierno” y su autor era un tal Arthur Rimbaud. ¡Atroz! Sin embargo, mientras iban en el autobús, sacó fuerzas para asegurarle a su marido: ya verás, ahora que la noticia ha salido en los periódicos lo arreglarán de una vez por todas. A la urbanización la llamarán la Cimeria. ¿Por qué?, preguntó. ¡Ay!, ya te lo explicará el niño, que de esto entiende más que nosotros. Sí, otra vez no nos van a abandonar a nuestra suerte, por encima de esta nube negra tiene que haber un cielo azul.