Telémaco, el hijo de Ulises, protagonista de la Odisea, reconvenía así a Penélope, su madre, cuando ésta discutía con los que le aconsejaban que olvidara a su marido perdido en el mar: “Madre, vuelve a tu habitación y a tus labores con el telar y el huso. La discusión es propia de los hombres”. Lo recuerda Mary Beard en una conferencia titulada “Venga cállate, querida”. Mary Beard es una crítica literaria americana muy popular, que ha ganado este año el Premio Princesa de Asturias. ¿Hay mucha diferencia entre la frase del niñato Telémaco y el “cállate, puta”, que tantos internautas machistas dedican a las mujeres cuando les llevan la contraria en la red? Pues hay diferencia, claro que sí, una gran diferencia en la forma, aunque su contenido sea muy parecido. Un contenido semejante al que encontramos en San Pablo cuando les escribe a los Corintios: “Que vuestras mujeres callen en las Iglesias. No las permitáis hablar, tenedlas bien sujetas, como manda la ley” En manifestaciones semejantes a estas fundamenta la Iglesia católica la prohibición de que las mujeres puedan ser sacerdotes. No había ninguna mujer entre los apóstoles –añaden otras voces, ufanas ellas mismas de su rasgo de ingenio-. ¿Y había acaso algún hombre negro, algún esquimal, algún oriental entre ellos?, ¿por qué hay entonces obispos de razas y culturas que en la Palestina de entonces ni se conocían? Sin duda porque a los cristianos –también a las cristianas- les caracteriza la idea de la salvación universal, que atañe tanto a los judíos como a los gentiles, y que se basa en que todos somos hermanos –también las hermanas-, pues tenemos el mismo Padre –de la Madre no se dice nada, eso se discutirá en otro capítulo-. Sin embargo, hace 22 años, contra toda razón ni lógica ni teológica, Juan Pablo II volvió a rechazar de manera contundente el sacerdocio femenino. ¿Qué hicieron las mujeres católicas? Callarse y aguantar, como han hecho siempre la gran mayoría de ellas –excepto las beguinas, de las que también hablaremos en otro capítulo-. Pero el viernes pasado, mientras Mary Beard recordaba cómo el tratamiento humillante hacia la mujer tiene raíces tan profundas que enlaza con Homero, un grupo de mujeres católicas se salían del rebaño, para trotar libremente por el territorio de la verdad y de la inteligencia. Los retratos de estas mujeres, sacerdotes de hecho aunque no de derecho –según el Vaticano-, aparecían en carteles que llenaban las calles de Roma. Entre ellas está Michele Birch-Conery, nombrada obispo por sus compañeras, bebiendo en un cáliz el vino que ella misma acaba de transformar en la sangre de Cristo. “Algunas mujeres desobedecen”, es el lema de esta campaña en contra de la prohibición del sacerdocio femenino. ¿Será capaz el Papa Francisco de excomulgar a estas sufragistas eclesiásticas, las insultará o simplemente las hablará con superioridad prometiéndolas, con mucha misericordia, que si se vuelven a entrar en el rebaño igual dentro de poco las hace presbíteras? (Por cierto, cada vez que escribo “presbíteras” el corrector ortográfico de mi ordenador, no sé si por católico o por machista o por las dos cosas, me reconviene subrayando la palabra en rojo) ¡Ay, Señor! ¿Serán capaces las católicas de conformarse con ese título de consolación? Me las imagino bajando la cabeza cuando llega el sacerdote de verdad y les dice: “Vuelve a tu habitación y a tus labores con el telar y el uso, presbítera. La consagración es tarea de hombres”