¡Qué emoción! Después de tres meses vuelvo a mis columnas habituales. Y vuelvo como columnista “en funciones”, como todo en España. Sin pensarlo dos veces me decido a hablar de las emociones. ¿Acaso hay algo que esté más de moda en los últimos tiempos? Incluso ha surgido una ciencia, la neuropsicología, que estudia el tema en profundidad. Ekman ya distinguía seis emociones biológicamente básicas: la sorpresa, el disgusto, la tristeza, la ira, el miedo y la alegría. Y ninguna de ellas es ajena a la situación sociopolítica actual. El sábado, cuando vimos a una tal Verónica Pérez afirmando ante las cámaras: “la única autoridad que existe en el PSOE soy yo”, creo que no hubo nadie que no se sorprendiera –dicen que hasta el busto de Pablo Iglesias tembló emocionado-. Y luego, exceptuando los famosos ocho millones de votantes del PP, pasamos del disgusto a la tristeza y de la tristeza a la ira y de la ira al miedo. Sí, muchos hemos empezado a pensar qué hubiera sido de los llamados socialistas si hubieran podido disparar algo más que las cámaras fotográficas. En consecuencia, la última de las emociones, la alegría, se refugia desde entonces en Génova, y de allí no saldrá en veinte años más o menos. Ni el juicio de la trama Gürtel ni el de las tarjetas Black puede ya ensombrecer la alegría de la derecha española. Y no es que Rajoy sea precisamente un seductor de masas, pero la derecha no tiene por qué seducir a nadie, le basta con propiciar otra emoción más primaria: el miedo, y combinarla con las dosis justas de egoísmo e ignorancia. Pero volviendo a la inteligencia emocional, no sé si están enterados de que este tema ya forma parte del programa de las escuelas modernas actuales, de tal manera que nuestros niños serán evaluados en “Emociones”, como lo eran antes en Matemáticas o en Geografía. Y se han publicado libros cuasi de texto en los que se habla de la envidia, el temor, la rabia, la amargura…, como si no existiera el cuento de Blanca Nieves o el de Pulgarcito para que los niños reconozcan las emociones más sutiles. Otros niños, sin embargo, no necesitan ni siquiera leer esos cuentos para experimentar las emociones en profundidad. Me refiero a los miles que transitan perdidos por Europa, los que asoman entre las ruinas de los bombardeos o los que están a punto de ahogarse en las pateras. Todos ellos y sus familiares son los únicos que podrían hablarnos con propiedad del miedo, de la ira, de la tristeza y de otro sentimiento que es el amor a la justicia y a la verdad, que no está entre las emociones clasificadas por los neuropsicólogos ni se estudia en las escuelas europeas. Y es que, según afirma Paul Maci, otro estudioso de la inteligencia emocional, “aún tenemos en nuestras cabezas estructuras cerebrales muy parecidas a las del cocodrilo” Y continúa: “nuestro cerebro de reptil, que se remonta a más de doscientos millones de años de evolución, aún dirige nuestros mecanismos de cortejar, buscar hogar o seleccionar dirigentes”. Sí, señor, no cabe duda de que es ese cerebro de reptil el que domina a los europeos a la hora de seleccionar a dirigentes que no encuentran otra solución ante el problema de los refugiados que cerrar las fronteras. Los españoles no somos una excepción, todo a nuestro alrededor huele peor que Dinamarca en los tiempos de Hamlet ¿No les parece emocionante?