Uno de mis recuerdos más antiguos me sitúa al final de un largo pasillo, de pie, con un cabás en la mano, delante de un grupo de personas mayores -imagino que mis familiares-. Oigo todavía sus carcajadas al mirar a esa niña que aparece en la foto del primer día de colegio. La risa colectiva surge al verme vestida con el uniforme de las angelinas, es decir, del colegio del Santo Ángel de Palencia. Y hay que reconocer que tiene gracia ir así vestida con tan corta edad: falda negra por media pierna, capelina del mismo color, cuello blanco y lazo burdeos que hace juego con la cinta del sombrero negro tipo “obispo de Roma para que te acuerdes de mí toma” que completa el conjunto. Por lo visto tenía tres años y solo llevé aquel uniforme durante una semana. Horrorizada al enterarme de que al colegio se iba todos los días, no volví hasta los seis años. Entonces ya había otro uniforme más moderno: gris de príncipe de Gales con abrigo marengo y gorrito de seta con lazo del mismo color, tan feo, que agradecí el cambio cuando me llevaron interna a la Asunción de Madrid y me pusieron chaqueta y falda tableada azul marino con camisa blanca y boina azul con escudo colegial. Mientras las niñas de colegio de pago íbamos uniformadas, las que asistían a la escuela pública y las gratuitas de los colegios de monjas no llevaban uniforme, a no ser unos feos mandilones de cuadros. Así que el uniforme, además de ser una especie de segunda piel obligatoria, al vestirnos de tristeza cada mañana, era una forma de distinguir y segregar. Me pongo a pensarlo y concluyo que me he pasado la infancia uniformada, hasta que a los catorce años entré en el Instituto Jorge Manrique de Palencia, en donde, a pesar del laicismo, tampoco nos dejaban a las alumnas llevar pantalones. Hasta que se jubiló el vetusto director y nombraron directora a una profesora tuvimos que ir con faldita. Lo pienso y concluyo que en verdad las mujeres hemos recorrido una larga marcha hacia la libertad a lo largo de la segunda mitad del Siglo XX, por eso las veteranas de aquella lucha diaria y sin cuartel nos oponemos a cualquier medida que huela a regresión, a reconquista del oscurantismo. Cuando apareció la enseñanza concertada, nos vinieron con el argumento de que el uniforme en vez de segregar ayudaba a que no se advirtieran las diferencias sociales. Y cuando llegó la educación mixta, vimos cómo también los niños, que en España nunca habían llevado uniforme, se tenían que poner unos horribles pantalones grises y jerséis con escudo. En mi opinión, mucho se ha tardado en denunciar que el uniforme discrimina a las niñas y a los niños, y que también diferencia a los que van a un colegio de postín de los que van a un colegio público. ¿Hay alguna solución?. La libertad, sin duda ninguna. Y libertad tanto para los niños como para las niñas. Recuerdo que las monjas, además de descosernos el bajo de las faldas si les parecían demasiado cortas, nos conminaban a que nos sentáramos bien: que no abriéramos las piernas, que no las cruzáramos… Uniformar es eso, igualar en la obediencia ante la clonación obligatoria. ¿Y qué dicen las niñas? Las niñas nada dicen. En su interior más hondo esconden esa desazón que no saben cómo explicar, una tristeza mezclada con rebeldía sorda y amansada. Así, con uniforme, las imagino a todas ellas en un largo pasillo penumbroso, calladas, esperando el advenimiento del grito bienhechor: ¡Rompan filas!