Es curiosa la capacidad de la mente humana para asociar las ideas dispersas de la manera más azarosa, por eso atrae tanto la lectura del caos del fluir de la conciencia de los personajes novelescos, un caos que, sin embargo, siempre acaba teniendo sentido. La semana pasada, por ejemplo, yo misma que me acordé de la película de Andrzej Wajda “Cenizas y diamantes” mientras leía la noticia de que la Iglesia católica prohíbe que se esparzan o guarden las cenizas en cualquier lugar que no sea un cementerio. Se estaba celebrando la SEMINCI y recordé el Festival de Cine de Valladolid, cuando se celebraba en el desaparecido cine Avenida: estaba yo sentada en la misma fila que Andrzej Wajda hace la friolera de más de cuarenta años. Y resulta que Andrzej Wajda había muerto ese mismo día, según leí en la página siguiente del mismo periódico. Continuando con la noticia de la prohibición eclesiástica, me encontré con algo que me llamó la atención: hay una empresa que ofrece engarzar las cenizas del familiar muerto en un diamante, de manera que podemos estar muy favorecidos, con nuestro allegado colgado del cuello. Y siguiendo con cenizas y diamantes, me acordé de que la película debe su título a un poema de Cyprian Kamil Norwid, el poeta romántico que escribió estos versos: “Ignoras si las llamas traerán libertad o muerte. / ¿Consumirá todo lo que amas/ y solo quedarán las cenizas?/ ¿Qué pasa en el abismo de la tormenta?-Ahí/ la ceniza sostiene la gloria de un diamante…” Es decir, que en el poema son las cenizas las que sostienen al diamante, al contrario que en la joya funeraria. Pero lo importante es la dicotomía entre libertad o muerte que sugiere el primer verso citado. Porque eso es precisamente lo que intentamos los familiares del difunto cuando esparcimos sus cenizas: arrebatarle a la muerte su presa, hallar para él un espacio de libertad, fuera de la siniestra cárcel de la tumba. Según la Iglesia católica, eso es propio de antiguos vikingos y de los nihilistas modernos. Los restos de los cristianos tienen que enterrarse en el Campo Santo, con el ritual cristiano, previo pago de la minuta correspondiente. Uno no puede mear fuera del nicho ni cuando ya no está de este mundo. Pero mientras me entretenía yo pensando en estas vulgaridades, se me vino a la cabeza la última película de Wajda. Se titulaba Katyn y contaba cómo una muchacha intentaba por todos los medios encontrar el cadáver de su hermano asesinado con otros miles en el bosque de Katyn por la policía soviética en 1940. Esta nueva Antígona quería recatar sus restos para enterrarlo y proclamar la verdad de la masacre, para que al menos su memoria fuera respetada. La misma sagrada obcecación aparecía en “El hijo de Saúl”, película en donde un hombre se sacrifica para enterrar el cadáver de un muchacho asesinado en un campo de extermino nazi. Y todas estas imágenes se asocian de pronto en mi mente con un interrogante nunca respondido: ¿cómo la Iglesia católica no apoya a aquellos españoles que intentan rescatar los restos de sus allegados fusilados durante la Guerra Civil y arrojados a los campos como animales, sin recibir humana sepultura? Muchos de ellos desean enterrar a sus familiares en un Campo Santo y celebrar por ellos el funeral que llevan tantos años esperando. ¿Cómo no ha denunciado nunca la Iglesia católica española esta atrocidad? Se puede mirar por delante o por detrás, a derechas o del revés, pero la respuesta es siempre la misma: ¡tan intolerable como incomprensible!