Todos los años escribo la misma columna cuando se acerca la Navidad. Con distintas palabras pero expresando la misma idea, comienzo recordando el origen del Belén cristiano, que se remonta al año 1223, cuando Francisco de Asís instaló el primer nacimiento en un cueva de Greccio, una ladea de Italia. En esta ocasión no me voy a resistir tampoco a contar la historia milagrosa de cómo el santo franciscano dijo misa encima de un pesebre a las 12 de la noche, rodeado de los animales del establo y en presencia de los pastores que eran sus fieles. Ellos contaron que en medio de la misa, entre los rebuznos de los burros y los mugidos de las vacas se oyó el llanto de un niño, y algunos vieron cómo San Francisco tomaba a ese niño en los brazos y lo mecía hasta dormirlo. En conmemoración de aquel milagro se empezaron a colocar las figuras moldeadas de barro sobre lechos de paja y bajo un techo de cortezas de árbol. Lo que ha tenido que llover para que aquellos pobres belenes se acabaran convirtiendo en los ricos retablos que representan a pueblos enteros con un lujo indescriptible en los belenes napolitanos. Recuerdo uno de ellos, el Belén de la Iglesia de San Francisco de Nápoles, al que solo me dejaron acercarme tras haber pagado no me acuerdo de cuantas liras. Así se las gastan ahora en la Casa de Dios. Sí, podría seguir desarrollando el tema como en otras ocasiones, y añadir alguna alusión al Cuento de Navidad de Charles Dickens, recalcando la avaricia de los poderosos que se hace patente con más crueldad en estas fechas navideñas. Finalmente, daría el golpe de gracia comparando la situación de la sagrada y pobrísima familia con la de todos los sagrados pobres de la tierra, que viven en condiciones infrahumanas: desahuciados, refugiados, heridos, hambrientos… El mensaje siempre es el mismo: la denuncia de la incoherencia entre el episodio evangélico que representan los belenes y todo el montaje publicitario que nos empuja a gastar y gastar en estos días “mágicos y entrañables”, en los que se sueña más con el gordo de la lotería que con la venida del Mesías. Es todo tan obvio que este año me había dicho a mí misma que no volvería a escribir la columna consabida. Pero hete aquí que pongo la radio y oigo la noticia del millón: en un hospital público de Castellón de la Plana, la tierra de los turrones, donde a Fabra le tocaba la lotería todas las navidades sin que a sus compañeros de partido les extrañara lo más mínimo, allí, precisamente en un hospital, se instaló el Belén más suntuoso del mundo. Tan suntuoso era este Belén, que costó 90.000 euros al erario público. ¿Algo que decir? A mí no se me ocurre nada. Lo único que se me viene a la cabeza es la idea de acercarme al nacimiento ese y asestarle un mandoble que descuajaringue todo su boato, desperdigar basura sobre la púrpura de las capas reales y demoler las torres del castillo de Herodes, destruir el telar de la vieja tejedora, echar al agua al pescador de agua dulce y hacer que se desprenda el tejado del que cuelga el ángel con su mensaje de buena voluntad. ¡Qué poca vergüenza!. Releo la columna y me asusto un poco. ¡Vaya jaleo que he armado! Entre los gritos de los enfermos que pululan por el pasillo en pijama, asidos a sus bolsas de suero, se oye el llanto de un niño. Pero San Francisco no está aquí. Y me alejo, huyendo del llanto inconsolable. Qué pena.